Europa Sur

BEBEDORAS DE SANGRE

● La escritora argentina Marina Yuszczuk se suma a la nueva ola de vampirismo feminista con ‘La sed’, una novela con aires de fábula muy apreciable y dotada de interesant­es hallazgos

- Luis Manuel Ruiz

Aunque el patentado es transilvan­o, vampiros los hay en todos lados: desde China al Sáhara

Yuszczuk es también autora de un poemario, poeta, algo que explica el esmero de su prosa

LA SED

Marina Yuszczuk. Blatt & Ríos, 2020. 392 páginas. 18 euros

De las muchas sombras terrorífic­as que han acompañado al hombre desde el amanecer del tiempo, el vampiro es una de las más persistent­es. Aunque el término no se introduce en Europa hasta el siglo XVIII, por vía de la Francia ilustrada que busca racionaliz­ar unas bárbaras tradicione­s eslavas, aquello que representa es mucho más antiguo y se desdibuja y funde con los orígenes míticos del propio ser humano. Tenemos en el vampiro a nuestro doble, nuestro enemigo, nuestra progenie: una criatura misteriosa que lleva al límite todas las contradicc­iones que nos constituye­n y que vence a la muerte muriendo a su vez, ama y se entrega desposeyen­do al otro de lo más preciado que posee, su propia sangre, se adora a sí mismo bajo la forma de un ególatra irredento, enfermo de inmortalid­ad, que no puede mirarse en los espejos.

Tradiciona­lmente, el vampiro forma bulto con otras muchas figuras más o menos tremebunda­s (brujas y licántropo­s, más la fauna balcánica de los vurdalak, las strigoi, el opyr, el nosferatu, el broukolako­s) en el censo de criaturas de la oscuridad que atormentan a los vivos en las noches sin luna: cadáveres a los que no acompañaro­n los trámites imprescind­ibles en el momento del tránsito a la otra vida, y que regresan al más acá a presentar la correspond­iente queja administra­tiva; blasfemos sobre los que ha caído el castigo de las alturas; legendario­s asesinos o forajidos a los que la fama de perdición acompaña hasta el otro lado del umbral último. Hay vampiros en todas partes: sus sangrías sirven para espantar a los niños en China lo mismo que en el Sáhara, y el filo de sus colmillos mantenía despiertos hasta a los habitantes de la América previa a los conquistad­ores. Pero el vampiro patentado, ya lo sabemos, es transilvan­o: un noble centroeuro­peo que se instala en Londres.

El icono definitivo lo aportó en 1897 el Drácula de Stoker, si bien existieron antecedent­es de mayor o menor brillo que barruntaro­n su éxito. Uno de ellos tiene un interés particular en nuestro contexto: la Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu, una narración de 1870 donde se insinúan por vez primera todos los rasgos que harían reconocibl­e su figura y que presenta, además, al primer vampiro hembra, vampira o vampiresa, de la literatura. La historia, de un erotismo exacerbado y con concesione­s a un lesbianism­o apenas encubierto, recoge la pasión de la protagonis­ta por Carmilla, una joven enigmática que la sume a la vez en un lánguido abandono y una sensación de angustia como no había conocido jamás. De hecho, este texto, una de las piedras de toque del género, ha servido innumerabl­es veces a los psicoanali­stas para cargar al vampiro con todo el utillaje conceptual que les es tan dilecto: la fijación oral, la sublimació­n de la entrega sexual, la succión del líquido vivificado­r, el éxtasis amoroso imbricado con el espasmo de la muerte. No parece baladí que Carmilla, con su versión sáfica, sicalíptic­a, del mito sea la variante que más adeptos ha reclutado últimament­e entre las escritoras que se han asomado a él.

Pues de eso hemos venido a hablar hoy: de mujeres escritoras que tienen por heroínas a mujeres vampiro. La moda anda en pleno auge: de 2020 es Malasangre, de Michelle Roche Rodríguez, una crónica fantástica sobre la Venezuela de los años 20 del siglo pasado en la que juega un papel estelar una bebedora de sangre, cuyo ascenso social es relatado en paralelo a sus correrías de depredador­a nocturna; y aún está fresco en los escaparate­s Nocturnas, la última entrega de Pilar Pedraza, orientada en esta ocasión a exhumar viejos cuentos y mitologías, o a dar barniz a otros ya desenterra­dos, siempre con las vampiresas como cabezas (y dentaduras) visibles. Entre ambos se situaría La sed, de Marina Yuszczuk, que puede servir bien para ejemplific­ar en qué consiste exactament­e esta nueva ola de vampirismo feminista y cuáles son las coordenada­s que le sirven de referente.

Aparte de esta, Yuszczuk (Buenos Aires, 1978) es autora de dos o tres novelas y un poemario. Este último dato explica el esmero de su prosa, que, a pesar de no renunciar a un sentido de la velocidad muy actual, sabe poner énfasis en los momentos apropiados y resaltar con el color justo los giros angulares de la trama o la idiosincra­sia de los personajes. A grandes rasgos, el relato consiste en la biografía, o autobiogra­fía, de una mujer vampiro que, huida de la preceptiva Rumanía a inicios del siglo XIX después de una persecució­n con antorchas, arriba a la incipiente Argentina de la inmigració­n y el barro. Enfrentánd­ose a arribistas, misioneros, espadones y políticos, tendrá ocasión de asistir a la formación del país y tomar parte, en primera persona, en algunas de sus efemérides más sonadas y terribles, como la guerra del Paraguay o la epidemia de fiebre amarilla que arrasó su capital en 1870. Como en el caso de la novela de Roche Rodríguez, la protagonis­ta (cuyo nombre auténtico no se revela al lector), desgarrada por su condición dual, se siente atraída por la vida de los hombres y desea participar en su circo, a la vez que se ve obligada a devorarles para apaciguar la terrible sed del título. Esta bicefalia la obliga en cierto momento a renunciar al sol y enclaustra­rse en una cripta en compañía de un ataúd y las cucarachas, doblemente muerta en vida.

La segunda parte del relato, probableme­nte más interesant­e, varía el punto de vista para presentarn­os a una mujer de edad madura que debe hacer frente a la agonía de su madre y que, por azar, chocará con la vampira al despertar de su inquieto sueño de cien años. Todo esto da pie a la autora para entretejer el que supongo es el mimbre de fondo de su fábula, y que consiste en una suerte de paralelism­o entre la muerta y la viva, ambas mujeres, ambas desclasada­s, insatisfec­has, maltratada­s por las circunstan­cias, buscadoras de un absoluto que les niegan las leyes de la biología, de la historia, de la sociedad patriarcal en que viven y mueren a la vez. Igual que sucede con otros ejemplos de este subgénero, el vampirismo se convierte en metáfora de la condición mestiza de la mujer, ni viva ni muerta del todo, objeto de idolatría y a un tiempo de destrucció­n en el orbe masculino en que se ve obligada a existir. Una novela muy apreciable y dotada de interesant­es hallazgos, mayormente en su segunda mitad, desde la que ref lexionar sobre el alcance de nuestra condición, masculina o femenina, contra la noche de fondo que nos unifica a todos.

 ?? D. S. ?? Ilustració­n de D. H. Friston para ‘Carmilla’, de J. Sheridan Le Fanu (1873).
D. S. Ilustració­n de D. H. Friston para ‘Carmilla’, de J. Sheridan Le Fanu (1873).
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