LO QUE ORWELL NOS ENSEÑA
SIENTO especial predilección por aquellos que supieron desmarcarse del sectarismo y proselitismo sistémicos en un contexto histórico en el que la ecuanimidad y el eclecticismo convertían directamente a quienes los ejercían en apátridas. Fue el periodista Manuel Chaves Nogales (“Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que partieron España”) el máximo exponente de esta actitud vital y profesional. Su compromiso con la verdad y esa forma de ver las cosas de cerca con los ojos, pero con distancia desde la mente, le condenó inexorablemente al repudio y el escarnio en el país.
No obstante, siento aún más admiración, por considerarlo ejemplos de buena salud cívica, por quienes en dicho contexto demostraron que la ideología no ha de ser inflexible. George Orwell enseñó y enseña a sus lectores que no existe ejercicio más humano que el de saberse equivocado y que es estúpido, y por tanto imprudente, aferrarse de manera dogmática a una idea que otros intentan insertar en nuestra mente. El germen de la literatura por la que pasó a la historia (Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja, 1984) lo encontramos en 1937, cuando, ondeando la bandera del socialismo, aterrizó como miliciano adscrito al Partido Obrero de Unificación Marxista para combatir durante la Guerra Civil en el frente de Monegros.
Fue allí donde descubrió y comenzó a denunciar que el estalinismo había traicionado los principios más básicos del socialismo para empezar a convertirse en lo que acabó siendo: un régimen de clases, bárbaro y cleptócrata. El resumen es sencillo: Orwell llegó a España para hacer frente al fascismo… y terminó huyendo del comunismo.
A partir de ese instante se convirtió, como Chaves, en un dignificador político con ideas independientes que luchó contra la supeditación al yugo de la intransigencia gubernamental.
Lo que Orwell enseñó al mundo es que existe algo igual de importante que la construcción de una sociedad con capacidad crítica: la construcción de una sociedad que no tiene inconvenientes en cambiar de opinión. Pero defenestramos a diario este valioso legado, porque hemos caído en la trampa de los gobernantes: han conseguido dejar de ser la representación del pueblo para convertir al pueblo en una encarnación de ellos mismos. Pensamos y actuamos según códigos partidistas, hacemos de su odio el nuestro propio y defendemos al líder de turno más que a nuestra propia madre. Ya sabemos por experiencia que en las entrañas de la política la disidencia se castiga primero con el vilipendio y segundo con el olvido. Me temo que jamás avanzaremos hasta que la sociedad esté llena de vilipendiados y olvidados.