Europa Sur

LAS SEQUÍAS PERTINACES

- JOSÉ JUAN YBORRA

ESTE año no podemos guiarnos por el refranero. El mes se encamina a su final y ni aguas mil ni parece que las lluvias esquivas vayan a traer un mayo f lorido y hermoso. Sin borrascas a la vista, los campos cambian de aspecto y parecen dispuestos a agostarse tras semanas en las que la atmósfera ha mostrado el más yermo de los desapegos. Los trigos apenas encañan y el verdor está huyendo como las temerosas quimeras. Los arroyos enmudecen y los embalses desvelan esquelétic­as ramas desnudas e inquietant­es dovelas de referencia.

Cuando amenazan las limitacion­es, el cielo se muestra ingrato y la tierra se agrieta, proposicio­nes de ley para aumentar los regadíos en el entorno de los menguados humedales de Doñana copan los titulares y hacen subir la temperatur­a y la confrontac­ión política. Los f lamencos, las cercetas, las malvasías que anidan en marismas y esteros se han convertido en iconos que van más allá de atardecere­s de postal y amaneceres de simpecados. El que fuera coto de doña Ana de Silva y Mendoza, lugar de estancia y parada de las aves que cruzan el Estrecho en aéreos viajes de ida y vuelta, es un nombre en boca de todos y que a muchos nos preocupa; sin embargo, me viene a la cabeza el de otro espacio mucho más cercano que hoy nadie nombra y que por perder, perdió hasta su condición: la laguna de la

Janda.

La laguna de la Janda la tengo presente en este abril seco, tan seco como el lago que dejamos morir sin apenas titulares

El que fuera el mayor lago de la península Ibérica; el que vertebraba el histórico corredor entre las dos bahías; el que fue habitado por cazadores y recolector­es que acudían a sus riberas en busca de patos, avutardas, grullas y calamones; el que vio cómo sus abrigos aledaños se llenaban de pinturas rupestres en una de las primeras muestras de cultura y arte occidental­es; el que sirvió como refugio para tantos vuelos de ida y vuelta camino de otros continente­s; el que vio cómo bien cerca se levantaban ópidos en tiempos en los que el mar era una amenaza; el que sirvió como eje por donde transcurrí­an trochas de andanzas y siglos; el que vio ermitas visigodas, torres defensivas, puentes góticos, cabalgadas y fronteras; el que dio nombre a la Albuera de las Algeciras; el que atravesaro­n reyes, viajeros, soldados, carboneros, contraband­istas, militares, furtivos, ilustrados, naturalist­as, románticos, maquis y buscavidas; el que comprobó cómo fueron secando su esencia, abriendo canales y desaguando su alma; el que sintió menguar su volumen, borrar sus orillas, perder las junqueras, olvidar las aves, cuartear sus entrañas; el que dejó de albergar vida cada primavera de preñados verdes y abundante agua; el que apenas se reivindica porque lo borramos de los mapas. Ese territorio tengo presente este abril seco, tan seco como el lago que dejamos morir sin apenas titulares en lejanos tiempos de silencios, anestesias y también pertinaces sequías.

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