EL ASILO DESCARNADO
FUE el onubense Rafael Vázquez Zamora, colaborador del diario España de Tánger, uno de los responsables en definir el tremendismo literario como una muestra de realismo existencial en la línea más descarnada de Jean Paul Sartre en La náusea.
Los años cuarenta del pasado siglo fueron de apogeo del movimiento tremendista, y también del antiguo asilo de San José, telón de fondo ciudadano agazapado tras la poligonal y blanca mole de la Perseverancia. Entonces apenas habían pasado cinco décadas de la llegada de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, que iniciaron la construcción de un vasto edificio asistencial en el extremo norte del casco histórico, la cual se concluyó en 1914. Fue un proyecto que dependió de las aportaciones de particulares, negocios y colectivos ciudadanos. Era habitual ver a las monjas del asilo deambular por las aceras en busca de limosnas y óbolos que se guardaban en manejables huchas de madera con remate semicircular y frente inclinado donde se abría la horizontal ranura para introducir las monedas sobre una idealizada reproducción de Teresa de Jornet asistiendo a los necesitados. Esta dependencia propició luces y sombras en una construcción poco planificada: la fachada noble que daba a la avenida no coincidió con los planos originales y siempre se estaba a expensas de donaciones y compromisos para la continuación de las obras. El más destacado fue el de la capilla, erigida en el eje central del edificio, para la que se contó con la colaboración desinteresada de un prestigioso arquitecto: Guillermo Thompson, que había diseñado el edificio más importante de la ciudad en aquellos tiempos, el hotel Reina Cristina, además de la villa para Guillermo Smith y otras mansiones aledañas construidas para representantes de la alta burguesía gibraltareña que introdujeron foráneos gustos sajones, como el neogótico de la capilla del centro asistencial. Fruto de otras donaciones fueron las luminosas vidrieras modernistas de procedencia catalana encuadradas también bajo apuntados arcos, el rosetón del testero sur y el retablo sobre el que se abría. Fueron interesantes proyectos realizados con materiales humildes que el celo monjil mimaba con el esmero de las labores más delicadas. Las ménsulas, los estucos, los cristales coloreados, los ajedrezados suelos, las hojas de aspidistras, los dorados pomos, los herrajes refulgían con la constante limpieza y con el cuidado de unas manos que se encargaban de mantener relucientes los pobres soportes.
Tras décadas de abandono y cierre, los muros muestran ahora lo más demacrado y opaco de sus entrañas. Agrias descarnaduras de arenisca y mampuesto af loran sobre lienzos que apenas se sostienen. Las cubiertas amenazan con hundirse sobre marchitos retablos, agrietados ajedreces, muros descarnados, cristales descarnados, estucos descarnados. A la espera de ineludibles actuaciones, el edificio exhibe sin pudor la consumación más descarnada como perseverante imagen de un realismo existencial en carne viva que sin fuerzas se resiste a morir.