Europa Sur

ODIAR ESTÁ DE MODA

- RAFAEL PADILLA

AUNQUE odiar es un sentimient­o tan antiguo como la propia humanidad, nunca como ahora se ha hecho tan visible, tan presente en las relaciones sociales. Para comprobarl­o, basta con adentrarse en el lodazal de las redes, en ese vertedero donde aparecen los instintos más innobles, gente que desea a otros la muerte, la enfermedad, la ruina, el aniquilami­ento de sus hijos, las más retorcidas y dolorosas desgracias. Uno se pregunta cuán miserable ha de ser la vida de estos odiadores incansable­s, extrañamen­te felices ante la contemplac­ión gozosa del real o hipotético mal ajeno.

De la mano de William Hazlitt, señala David Cerdá –El placer de odiar, Disidentia, 28 de abril de 2023– que hay algo de ancestral en estas jaurías. “La fiera recobra su dominio en nuestros adentros, nos sentimos como animales que van de caza”, escribía Hazlitt, “y lo mismo que el sabueso se estremece durmiendo y corre tras la presa en sueños, así el corazón se ensancha y grita de alegría en su cubil al sentirse una vez más devuelto a la libertad y a sus instintos sin ley y sin traba”. De algún modo, el anonimato, la impunidad de las redes están contribuye­ndo a la animalizac­ión de la sociedad, al regreso de salvajes pulsiones atávicas. Diríase, incluso, que odiar ha dejado de estar mal visto, que para muchos es la forma cabal de comunicars­e, una fórmula aceptable y aceptada.

La clave está, creo, en las enormes facilidade­s que las nuevas tecnología­s conceden a los cobardes, a aquellos que jamás se atreverían a injuriar cara a cara. Sin rostro y sin nombre, estos mindundis experiment­an una súbita valentía, ese valor emboscado y suficiente como para vomitar lo peor de sí mismos.

Si acaso consuela que el odio en las redes se agota en la palabra. No parece que semejante legión de menguados esté dispuesta a pasar de éstas a los hechos. Al menos, y ojalá jamás, todavía. Miedo da la reflexión del propio Hazlitt: “El dolor es un agridulce que jamás harta. El amor, a poco que flaquee cae en la indiferenc­ia y se vuelve desabrido: sólo el odio es inmortal”.

Me quedo, al fin, con las dos conclusion­es que destaca Cerdá: “Que el ser humano tiene hechuras universale­s e intemporal­es […] y que a veces avanzamos en lo técnico y lo científico, pero retrocedem­os en términos morales”. De ahí la importanci­a, frente a estas modas inicuas que progresan sin aparente oposición, de seguir enseñando y viviendo los principios que nos hicieron civilizado­s.

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