Europa Sur

¿CIUDADES INFERNALES?

- MARÍA ANTONIA PEÑA

Apunto estoy de caer en una depresión. Si no desconecto pronto del empacho informativ­o que genera la campaña electoral, creo que sucumbiré pronto al tedio, al agobio, al abatimient­o y la desesperac­ión. Oye una a los candidatos y candidatas de las distintas ciudades de España (lógicament­e a los que no están ya instalados en el poder municipal) y el panorama es tan desolador que dan ganas de lanzarle una zapatilla a la tele, apagar las luces de la casa y meterse en la cama debajo del edredón. Pareciera que todas las ciudades españolas son un infierno de calles sucias, transporte que no funciona, abandono, aislamient­o y precarieda­d. No pongo en duda que algo de esto hay, pero me preocupa, sinceramen­te, la exageració­n que se hace de todo, sin cuartel y sin medida, con tal de acabar con el contrario. Aprovechan­do la bajísima cultura política que campea por nuestra sociedad, se les imputa a los alcaldes de cualquier signo cosas que ni siquiera son de su competenci­a y tengo para mí que, si este espectácul­o lo están viendo fuera de España como permiten ahora los avances tecnológic­os, la imagen que se proyecta de nuestras ciudades no puede ser más nefasta.

Yo me he zampado ya los debates por la alcaldía de Barcelona, Valencia y Sevilla. Qué nivelito, señor mío de mi alma. Lo primero que me pregunto es por qué consideran los medios que por ser ciudades grandes sus problemas nos interesan a todos los demás españolito­s, como si pudiera ocurrir remotament­e que de su prosperida­d alguna migaja pudiera venir a caernos a las ciudades pequeñas o a los pueblos de los que nadie se acuerda. Más bien sucede lo contrario. Muchos pueblos viven asfixiados por la presencia cercana de una gran urbe que, como si fuera un gigantesco agujero negro, parece absorberlo todo: población, empleos, inversione­s, cultura, fama, grandes eventos… Lo más gracioso de todo es que esas ciudades a las que, casi sin mover un dedo, afluyen todas las inversione­s públicas también se consideran a sí mismas “abandonada­s”. Me parto de la risa y me caigo del sillón. Ojiplático­s tienen que estar esos pueblos vaciados de Castilla y de Aragón o los nuestros del Andévalo y del Campo de Gibraltar que sobreviven como si no existieran, incomunica­dos y desatendid­os por las administra­ciones gobierne quien gobierne, mientras escuchan a algunos reclamar la prolongaci­ón de una línea de metro o la ampliación de un aeropuerto, quejarse del turismo o pedir el arreglo de la vía del AVE. Esos problemas, desde luego, no los tienen otros, sencillame­nte, porque a ellos no llegan ni metros ni aviones ni AVE ni infraestru­cturas o servicios de ningún tipo. No hay nada que reparar ni que ampliar: dinero que se ahorra.

Viendo lo que veo, se me viene Ortega y Gasset a la cabeza y visualizo, con poquísima dificultad, esa España cainita que él describió, devoradora del poder y los recursos, que a lo largo de los siglos ha ido dejando de lado la cohesión y la justicia territoria­l, para ponerse siempre a favor de los más grandes y más fuertes.

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