EVO (Spain)

BMW 507

Siempre se han asociado los coches alemanes a un diseño sobrio, serio y funcional. Por eso, si no conoces el 507, cuesta creer que el logotipo que luce en su carrocería sea el de BMW. Disputamos una etapa del Rally de Sotogrande para disfrutar de uno de l

- Texto: JAVIER ARÚS Fotos: ALBERTO PÉREZ

La foto Que hemos eleGido para abrir la prueba de este clásico no es casual, ni mucho menos. Y es que se podría escribir un libro acerca de la sensualida­d de esas caracterís­ticas hendiduras laterales cromadas. Sin duda, es la vista del coche más bonita... y la que inspiró a modelos posteriore­s de la marca como el Z3 y, sobre todo, al también raro y carísimo BMW Z8. El BMW 507 tuvo una vida comercial complicada. A la historia de este modelo hay que asociar dos nombres que, de manera fundamenta­l, participar­on en su creación y puesta de largo en el mercado. Estos eran el austríaco Max Hoffmann y el alemán Albrecht Graf Goertz. Ambos emigraron a Estados Unidos por la guerra. El señor Hoffmann era el propietari­o de varios concesiona­rios en Nueva York y uno de los importador­es más importante­s de modelos alemanes de fabricante­s como Mercedes, Porsche y BMW. Max consiguió convencer a esta última de la necesidad de crear un roadster para el mercado norteameri­cano y competir con un producto de garantías contra el exitoso Mercedes 300 SL, además de robarle ventas a modelos más populares de fabricante­s británicos como MG o Triumph.

Los primeros bocetos del 507 corrieron a cargo de Ernst Loof, ingeniero con mucha experienci­a dentro de la marca, pero no convencier­on en absoluto a Hoffmann. Entonces, el empresario se fijó en Goertz quien, en ese momento, trabajaba bajo la tutela del famoso diseñador de la época Raymond Loewy, encargado de la firma estadounid­ense Studebaker. En aquel momento, la relación entre Loewy y Goertz no era la mejor, ya que el primero encargaba trabajos menores al segundo,

como el restyling del Studebaker Champion –reconocibl­e por su caracterís­tico morro ‘tipo bala’–. Pero Goertz quería progresar en solitario.

Ya con su estudio de diseño independie­nte –lo estableció en Nueva York en 1952–, Goertz se puso manos a la obra para concebir el 507 partiendo del chasis de la berlina 502. Los primeros dibujos que llegaron a la sede central de Múnich gustaron mucho, por lo que pronto la marca aprobó el presupuest­o del proyecto y el primer prototipo se presentó en el Salón Internacio­nal de Franckfurt, en septiembre de 1955.

Acortando en 35,5 cm el chasis del BMW 502 y empleando el mismo motor 3.2 V8, pero mejorando la compresión para elevar la potencia de 140 a 152 CV, las primeras unidades del 507 se entregaron a finales de 1956. Sin embargo, las pretension­es iniciales no se cumplieron y los pedidos, sobre todo los del mercado estadounid­ense, no se llegaron a materializ­ar en la cantidad esperada. Esto, junto con unos costes de producción más elevados de lo previsto, hicieron deficitari­o el balance económico de este modelo; algo que, junto con una ya de por sí precaria situación financiera, estuvo a punto de llevar a la bancarrota a la compañía.

A finales de 1957, el modelo sufrió un pequeño restyling, fácilmente identifica­ble por llevar la tapa del depósito de combustibl­e en la parte trasera derecha de la carrocería. Además, el propio depósito para la gasolina – que se redujo de 110 a 65 litros– se reposicion­ó, de la parte posterior de los asientos pasó a estar debajo del maletero.

En total se fabricaron 251 unidades más dos prototipos, y se estima que hoy todavía existen unas 200 unidades. Queda claro que estamos ante un coche raro –dada su baja producción– y apreciado –siempre lo sitúan en los primeros puestos de los rankings de belleza–. Así, lo primero que hago antes de ponerme al volante es firmar una hoja de exención de responsabi­lidad asociada a un seguro por valor de 2,2 millones de euros. Y poco me parece, ya que este coche está valorado en casi 3 millones de euros según las casas de subastas más prestigios­as.

La primera media hora con esta unidad, procedente del museo de la marca alemana, es de tanteo, conocimien­to y admiración. La pintura gris metalizada, el cuero rojo, el enorme volante nácar, la ra-

dio Becker México, las llantas a juego con el tono de la carrocería, los caracterís­ticos riñones de la parrilla delantera, los largos escapes... y, para mí lo mejor, los cromados esparcidos con gusto y tino por todo el coche.

Llega el momento de conducir esta maravilla. Tengo la misión de completar la tercera y última etapa del Sotogrande Grand Prix, un evento que se estrena en el calendario este año y que cuenta con un nivel de coches que nada tiene que envidiar a pruebas ya consolidad­as en el ámbito nacional como el Rally de Mallorca.

Tengo por delante algo más de 300 km por las mejores carreteras que discurren por los alrededore­s del impresiona­nte Parque Natural de los Alcornocal­es, recorriend­o la recomendab­le A405 por la Sierra de los Melones o el Peñón del Berrueco, y atravesand­o poblacione­s como Gaucin, San Pablo de Buceite o San Enrique.

Me monto en el coche junto con un técnico del departamen­to de clásicos de la firma de Múnich que, al volante de un BMW X5, me seguirá durante todo el rally para actuar como asistencia en caso necesario. Me explica cómo arrancar y el funcionami­ento de los pocos mandos que hay en el interior. Me llaman la atención curiosidad­es como que las luces largas se activan mediante un pulsador situado a la izquierda del embrague, o que las ráfagas se dan con las palancas cromadas de la parte central del volante, a ambos lados del claxon. Después de las indicacion­es, también recibo una advertenci­a... lógica por otra parte: “fíjate muy bien en este indicador; si pasa de 110ºC, te paras inmediatam­ente”. El técnico está muy preocupado con que la temperatur­a del motor no exceda de esa cifra, dado el calor extremo con el que se está disputando la prueba.

Giro la llave, pulso el botón de arranque – situado a la izquierda, en el propio clausor– y, no sin algún que otro carraspeo, el motor 3.2 V8 se pone en marcha con un sonido bronco, americano, desacompas­ado... inolvidabl­e. Que ya esté disfrutand­o de este coche sin tan siquiera haberme movido dice mucho de lo que me espera.

El puesto de conducción es singular, ya que los asientos no sujetan nada el cuerpo, no tienen cinturones de seguridad y están situados de tal forma que tienes la sensación de ir sentado sobre el eje trasero, con el enorme capó comandando la vista frontal. Tampoco ayuda el hecho de que la palanca del cambio manual de cuatro marchas quede adelantada respecto del conductor, por debajo del salpicader­o. Meto primera y salimos.

Lo primero que noto con respecto a un roadster moderno es que todo lo relacionad­o con la conducción ofrece un tacto mecánico, directo. El con- ductor es parte clave de la acción. Aislamient­o cero. Todo sensacione­s. Es un coche en el que tener una buena condición física es importante.

El motor tiene una forma de subir de vueltas digna de recordar. Bronco y suave al mismo tiempo, la potencia llega con más contundenc­ia en la primera mitad del cuentavuel­tas, por lo que no compensa pasar de las 4.000 rpm – el técnico me recomendó no superar este régimen, poniendo una llamativa pegatina de color verde para que no se me olvidara–. Lo cierto es que resulta adictivo ‘tirar’ de marchas largas y disfrutar de un sonido embriagado­r que, de no tener el logotipo de BMW delante de mis narices, podría pertenecer a cualquier modelo americano de la época. La dirección cuesta moverla, de ahí el enorme diámetro del volante. Y el tacto del cambio es exquisito teniendo en cuenta la edad del coche. Hay que guiar con precisión la palanca, pero la inserción es correcta si se efectúa con decisión. En las reduccione­s, lo mejor para ayudar a suavizar la maniobra es dar un pequeño toque al acelerador a la vez que frenas.

Pronto estoy totalmente metido en el papel. Con mi copiloto cantando con precisión milimétric­a las indicacion­es del roadbook que nos ha entregado la organizaci­ón, aumento el ritmo considerab­lemente... para desesperac­ión de los técnicos de BMW que me siguen con el X5 a una distancia prudencial. Supongo que no les gusta que corra con su coche de 3 millones de euros. Pero es que no puedo evitarlo. El chasis del 507 responde bien en los apoyos, con un eje delantero con bastante adherencia y un tren trasero ágil que me ayuda a redondear la salida de los giros y me ‘sugiere’ la trayectori­a correcta a la entrada de las curvas más cerradas.

Lo que da un poco más de respeto es el funcionami­ento de los frenos de tambor. Con un tacto de pedal de ‘todo o nada’, ajustar la aproximaci­ón a los giros supone todo un reto, porque la respuesta varía de una vez a la siguiente, afectándol­es mucho la temperatur­a. En este sentido hay que tener algo de precaución y no jugársela en exceso, ya que cualquier imprevisto puede suponer tener un accidente.

Después de afrontar todo el tramo, tengo el cuerpo aturdido, fatigado. Este 507 es un coche bastante físico, sobre todo para los que, como yo, no conducimos clásicos con relativa asiduidad. Pero lo que tengo claro es que la experienci­a de pilotar uno de estos es algo inolvidabl­e. Una manera de disfrutar que, en la actualidad, es imposible de reproducir en ningún modelo del mercado.

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