MINI COOPER S EN MONTECARLO
El Rally de Monte-Carlo de 1964 convirtió al Mini en una leyenda de los rallyes. Al volante del actual Cooper S, recorremos los últimos kilómetros de la prueba, intentando entender cómo fue la triunfante conducción que necesitó Paddy Hopkirk para salir ve
Nos vamos con un Mini Cooper S a los tramos del rally de Montecarlo, donde empezó el mito de este histórico modelo.
Alas 4:00 de la mañana de un día de enero
de 1964, a Paddy Hopkirk le despertó la llamada telefónica de un periodista: "He escuchado que podrías haber ganado el rally", le dijo. Desde luego, hay noticias mucho peores por las que alguien puede despertarte. El Rally de Monte-Carlo de 1964 pasó a la historia, una historia de matagigantes en la que Hopkirk y su copiloto Henry Liddon batieron a coches mucho más poderosos, como el Ford Falcon de Bo Ljungfeldt, a lo largo de las empinadas pendientes y sinuosas curvas de las estribaciones alpinas.
Al igual que a Hopkirk, hoy mi teléfono me ha despertado a las 04:00 de la mañana, aunque en lugar de la llamada de un periodista, ha sido el timbre y zumbido de la alarma quien me ha puesto en pie recordándome que tengo un vuelo que coger a la Costa Azul. Allí, me espera un Mini Cooper S con el que recorreré los últimos kilómetros del rally que, hace 55 años, Hopkirk ganó con un Morris Mini Cooper S.
Supongo que será coser y cantar para el nuevo modelo, decorado para la ocasión como aquel Morris, con un cuadrado blanco en las puertas para ubicar el dorsal, una franja negra mate en el capó y, lo más importante para mí, un cuarteto de focos adicionales en la parrilla que complementan a los faros de led. En total son dos grupos ópticos menos de los que tenía aquel famoso Morris con matrícula 33 EJB, que hasta llevaba uno en el techo, pero sus protagonistas habrían matado por la iluminación que proporciona este nuevo Mini.
Lo que no conocía hasta este momento era cuán compleja era la prueba. El formato de la misma era muy curioso. Los pilotos podían partir desde nueve ciudades europeas distintas, siendo Reims –Francia– su primer destino. Una vez allí, emprendían una ruta de 25 horas hacia los Alpes para realizar allí determinados tramos cronometrados.
Para Hopkirk y Liddon, el punto de partida era Minsk, en lo que entonces era Rusia. “Stuart Turner, jefe del equipo BMC, era muy minucioso”, me cuenta Hopkirk cuando, un rato más tarde, charlaba con él sobre su gesta del 64. “La idea era que empezáramos con tres o cuatro coches desde diferentes lugares, puesto que nadie sabía si en aquel año los cortes por nevadas serían en Lisboa, Atenas, Sarajevo, o vete tú a saber. Entonces, Turner preguntó que quién quería comenzar en Minsk, y rápidamente levanté la mano. Acabaría siendo una de las cosas más interesantes que he hecho”, relata Hopkirk.
Minsk estaba, en aquella época, detrás de la Cortina de Hierro, y la oportunidad de viajar allí era arriesgada. Previsiblemente, el clima ofrecería multitud de problemas. Y, a decenas de grados bajo cero, aquellos Mini no tenían muchas ganas de arrancar, lo que causaba ciertas bromas entre los soviéticos. “Tuvimos que remolcar los vehículos para que lograran ponerse en marcha. Cuando nos veían, los rusos se cachondeaban y decían que sus coches eran mejores porque al menos podían ponerse en marcha por sí solos”, recuerda Hopkirk entre risas.
Sin apenas comunicación, los equipos tenían que esperar hasta llegar a Reims para hablar sobre los primeros días del viaje. Era la oportunidad para ponerse al día con compañeros de equipo –Rauno Aaltonen había partido desde el propio Monte-Carlo, mientras que Timo Mäkinen lo había hecho desde Lisboa–, pero también para descubrir qué rivales se habían quedado por el camino. Aquellos equipos que sí llegaron a los Alpes, tuvieron que enfrentarse a tramos cronometrados algo caóticos. Era un procedimiento muy complejo. El ganador era aquel que sumase menos puntos de penalización entre el recorrido inicial y los tramos cronometrados. Después, la organización aplicaba una fórmula de handicaps para tener en cuenta las diferentes clases de automóviles que participaban.
Este procedimiento era entonces tan confuso como parece hoy en día, pero Hopkirk señala que, con apenas conocimiento sobre lo bien o mal que ibas en la clasificación, conducir se convertía en un ejercicio de equilibrio entre velocidad y prudencia. Ni los conductores de Falcon ni los de Mini podían relajarse. Los primeros sabían que tenían que superar constantemente a los Mini para llevarse la victoria tras la aplicación de los hándicaps, mientras que los segundos, a pesar de su desventaja mecánica, necesitaban acercarse lo suficiente a los Ford para estar a su altura una vez aplicados dichos hándicaps.
CONDUCIR AQUí PRECISA DE UN EQUI L I BRIO ENTRE VELOCIDAD Y PRUDENCIA
Ljungfeldt fue el más rápido en muchas de las etapas, con una ventaja de 19 segundos después de la primera, distanciamiento que creció en la segunda. Incluso ganaron la tercera contra todo pronóstico, pues transcurría por estrechos caminos en los que previsiblemente ganarían los coches pequeños, livianos y de tracción delantera. Hopkirk revala que, a pesar de la ventaja del Mini en cuanto a tamaño y peso, los coches de BMC estaban en clara desventaja debido a la relativa falta de potencia del automóvil. “Con tracción delantera y un motor pequeño, el Mini no era bueno cuesta arriba. En los tramos con varias horquillas en pendiente ascendente, los automóviles con propulsión trasera tenían una importante ventaja”, relata.
Una de aquellas estapas fue el famoso Col de Turini. A menos de una hora en coche desde Monte-Carlo, el Turini serpentea hacia el sudeste desde La Bollène-Vésubie, corona en la cima y desciende por la ladera de la montaña Sospel.
Una vez recojo a nuestro fotógrafo en el aeropuerto de Niza, primero recorremos el Turini en dirección norte. Aunque el clima es aún cálido para que se forme hielo y nieve, la espesa niebla y la lluvia torrencial hacen que superficie sea tan traicionera como la reputación que la precede. Riadas de agua cruzan la carretera y perturbadores trozos de roca desprendida yacen sobre el asfalto. El panorama no debe ser muy diferente al de aquellos rallyes, así que llegar a almorzar a La Bollène precisará velocidad, pero también prudencia.
Sin embargo, el clima se despeja antes de llegar, así que me encuentro ante la oportunidad de expermientar al máximo tanto el automóvil como la carretera. Con 192 CV, este Mini produce en torno a 100 caballos más que aquellos Mini de 1964, por lo que los tramos ascendentes son pan comido y el agarre sobre la húmeda superficie de estas desiertas carreteras es suficiente como para mantener un buen ritmo.
Es humillante pensar que, en las partes de asfalto seco, este Cooper S puede ir muchísimo más rápido que su antepasado de rally de los años 60. Sin embargo, también podría serlo el hecho de que los coches de rally de 2019 suben el Col de Turini más rápido sobre hielo que yo hoy sobre asfalto húmedo.
Casi puedo sentir cuan efectivo era el Mini de 1964 en los tramos descendentes hacia Sospel. El Mini moderno es enorme en comparación con aquel, y no estoy seguro de que sea más rápido que su predecesor en esta parte en concreto. La carretera es estrechísima, a menudo presenta baches, y los voladizos de roca saliente son lo suficientemente agresivos como para que pases bajo ellos agachando la cabeza, incluso en un Mini.
“Es un violento y espantoso tramo”, sintetiza Hopkirk. “Además, es muy empinado, por lo que cualquier error se traduce en una desagradable deriva en las ruedas delanteras. Aunque, a decir verdad, el Mini, con tracción delantera y motor transversal, era excelente en la sección de descenso. Y, cuando te encontrabas bancos de nieve, el camino se sentía más ancho si lo que pilotabas era un Mini”, rememora.
Hopkirk apuntaba que el Turini no es una carretera en la que el coche fluya. Puedo entender lo que quería decir: el trazado comprende curvas cerradas que exigen intensas frenadas, y algunos cambios de dirección resultan inquietantes. Cuando no estás en un rally, y por tanto el tráfico no está cortado, el espectro de otro coche viniendo de frente en las numerosas curvas ciegas, atenúa tu ritmo. Pero, si bien la dirección del Mini está al borde de la completa artificialidad, se siente especialmente bien adaptada a esta carretera. Los frenos se muestran poderosos en cada apurada de frenada y, por supuesto, cuando llegan las horquillas descendentes, es difícil resistirse a probar la reputación de buen freno de mano que tienen los Mini.
Llevo el zoom del navegador ampliado para hacerme una idea vaga de por dónde discurre la carretera, pero en 1964, al igual que en los rallyes modernos, tanto un buen copiloto como el conocimiento previo de los tramos eran vitales para lograr imponer un buen ritmo. ¿Cuántas oportunidades tuvieron los equipos de entrenar en estas carreteras?
ES DIFíCIL ELUDIR L A T ENTACIóN DE TIRAR DEL FRENO DE MANO
“Oh, ¡meses! Hasta nos dolía el culo de tanto entrenar aquí”, cuenta Hopkirk entre risas. “Era terrible, un trabajo durísimo y arriesgado, viniendo a conducir a las 4:00 de la mañana y esperando a que ningún coche viniese de frente para poder probar cada curva a toda máquina. Stuart Turner fue muy inteligente. Calculó meticulosamente cuántos clavos necesitaríamos en los neumáticos de nieve y qué porcentaje de la prueba transcurriría en nieve y hielo, y además teníamos compañeros que iban por delante de nosotros tomando notas de la climatología para informarnos después. Todo era muy profesional. Los coches también estaban muy bien preparados, las mecánicas eran excelentes”, cuenta.
“Todo lo que sucedía mientras las carreteras estaban abiertas al tráfico nos brindaba momentos interesantes. Una noche estábamos practicando uno de los tramos. Estaba nevando y llevábamos neumáticos de clavos, limpiaparabrisas y hasta un parabrisas calefactado. Estábamos realmente hartos después de todo el día subiendo y bajando, y justo al final de la jornada cayó una tormenta de nieve. Decidimos que lo mejor era marchar a cenar. De camino, vimos unas luces rojas delante de nosotros. Pensamos que serían los pilotos escandinavos o los alemanes, y supusimos que pronto los atraparíamos, ¡pero no podíamos alcanzar a ese maldito coche! Finalmente, los cogimos en una recta y, al adelantarlos, giré mi cabeza a la derecha... ¡y eran dos monjas en un 2CV!”, narra Hopkirk.
Esta noche sólo hay por aquí un Peugeot 206 y un Audi A1 con conductores cada vez más erráticos. Afortunadamente, abandonan cualquier atisbo de pique cuando nos ven llegar y se apartan para dejarnos pasar. Quizá no habríamos tenido tanta suerte con aquel 2CV, sospecho.
Con el camino despejado, es hora de probar los focos. Encenderlos es como subir el interruptor principal de un estadio, arrojando un haz tan brillante y ancho que nuestro fotógrafo, de pie al otro lado del valle, tiene suficiente luz para trabajar con el resplandor reflejado en el acantilado tras de él. El viaje de regreso es espectacular, un claroscuro de luces resplandecientes y laderas sombrías. Pero, a pesar de estar viviendo una de las mejores experiencias de conducción que recuerdo, descendiendo para alcanzar el Mediterráneo en medio de la noche, nada podría igualar las últimas etapas que vivió Hopkirk.
“La excitación de bajar el Turini viendo el hermoso mar y la riviera... era algo paradisiaco. Llegabas a Mónaco, te pedías la primera cerveza y acababas totalmente borracho. Después, te ibas a la cama y te levantabas al día siguiente para conducir por el circuito del GP de Mónaco, aterrorizado por la posibilidad de desmoronarte pero emocionado por conocer a la Princesa Grace. Conducir en Monte- Carlo era como bailar, como bailar vals, y las notas de tu copiloto eran como una canción. Todos éramos jóvenes, así que fue maravilloso. Y encima nos pagaban por ello”.