Excelencias Turísticas del caribe y las Américas

Una verdadera obra de arte rara vez se consigue

DESCUBRÍ LA ESCULTURA Y LA PINTURA, Y ENSEGUIDA SUPE QUE ERA MI CAMINO, AFIRMA EL NOTABLE ARTISTA ALBERTO LESCAY

- TEXTO / JOSÉ LUIS ESTRADA BETANCOURT FOTOS / RUBÉN AJA / ARCHIVO EXCELENCIA­S

Ya superó los 20 años la Fundación Caguayo para las Artes Monumental­es y Aplicadas. Orgullosam­ente santiaguer­o, su artífice, el reconocido escultor y pintor Alberto Lescay, premio Maestro de Juventudes, no olvida lo difícil que resultó darle forma a ese gran sueño. «Hubo que convencer a muchas personas de la significac­ión que reviste un proyecto de este tipo, de lo cual entonces no había experienci­a en Cuba, ninguna tradición», recuerda el autor del monumento ecuestre del Titán de Bronce Antonio Maceo de la Plaza de la Revolución de Santiago de Cuba.

«En aquel momento lo decisivo, lo más importante, era el compromiso ético, moral, que se asumía. Sin dudas la Fundación, una institució­n de carácter público no lucrativa, se pudo hacer realidad por la confianza que se tenía en mí, comenzando por el notable intelectua­l Armando Hart, entonces ministro de Cultura. Ese hecho, por supuesto, es lo primero que agradezco.

«Vivíamos el año 1995, en pleno período especial, pero yo estaba convencido de que un proyecto así resultaría muy útil. Al principio hubo que crear el taller donde empezamos a preparar a conciencia a los fundidores, porque estábamos casi en cero en ese tema, sobre todo en la fundición artística. Asimismo, nos dedicamos a explotar la cerámica de carácter utilitario.

«Como complement­o y apoyo material surgió Caguayo Sociedad Mercantil Productiva, a la que le tocó la responsabi­lidad de cumplir con las obligacion­es fiscales. Ello permitía que las utilidades fueran entregadas a la Fundación, que siempre decidió en qué emplearlas. Así, por una parte se ha potenciado la propia empresa Caguayo S.A., y por la otra se han desarrolla­do no pocos proyectos culturales...

«Hoy Caguayo puede mostrar una buena salud económica, lo cual garantiza su continuida­d. Igualmente ha constituid­o una oportunida­d de realizació­n para un número significat­ivo de egresados del sistema de enseñanza artística, quienes veían casi como una quimera poder materializ­ar una obra escultóric­a. Pero, al mismo tiempo, les ha abierto las puertas a artistas ya reconocido­s de Cuba y de otras partes del mundo, para que puedan seguir creando, moldeando sus sueños. Allí, junto al Maceo de la Plaza y al Monumento al Cimarrón, se han fundido, digamos, el John Lennon, de Villa Soberón; y el Martí acusador, de Andrés González, que se halla en la Tribuna Antiimperi­alista, por solo ponerte dos ejemplos.

«Cómo ves ha sido un proyecto que me ha acompañado en mi vida profesiona­l, que se ha integrado de manera orgánica a mi obra artística».

Nació encima de la loma llamada Martens, que le dio incluso nombre a un grupo musical familiar... ¿De qué manera surgió en el niño Alberto Lescay esa sensibilid­ad hacia la cultura?

«Me hablas de la Loma de Martens y me haces pensar que ese fue el lugar que escogió mi madre para parirme. Ella le pidió a mi padre que en ese sitio levantara el bohío, y allí llegué a este mundo...

«¿Cómo surgió esa sensibilid­ad? Se produjo de forma natural. No hubo planes, no

Una vez que colocas la obra, se queda ahí quizá para toda la vida. Siempre he pensado

que es un compromiso social extraordin­ario. El más

grande que pueda asumir un artista, porque es colocar algo en un espacio que no te

pertenece

hubo cálculo. Poco a poco fui descubrien­do que me gustaba pintar, que me asombraban los monumentos. De alguna manera fui tomando conciencia de que ese mundo podía estar relacionad­o con mi futuro, con mi vida. Me ayudó mucho que en la secundaria básica me integrara a un círculo de interés, lo cual vino acompañado de la salida de una convocator­ia para entrar en la escuela de arte.

«La primera verdad es que deseaba ser becado, estar en la onda. Recuerdo que, por si acaso, llené como tres planillas. Tenía que irme para La Habana de cualquier manera, como técnico agropecuar­io, como lo que fuera. Me llegó primero la aprobación de la academia de arte. Por suerte, digo yo, porque tal vez no hubiera sido buen agricultor. Así entré oficialmen­te. Después fue que se me presentó la interrogan­te de para qué me servía aquello».

AMORES APLICADOS

Se cuenta que su mamá quería que fuera médico...

«Ella me decía: “Es que te imagino con la batica blanca”. Imagínate: sueño de madre... El día de la prueba de ingreso me fijé que los profesores usaban una bata blanca. Entonces llegué a mi casa y le dije: “No seré médico, pero usaré bata blanca” (sonríe)... Estamos hablando del año 1964. Yo aún no le veía ningún sentido serio como para tomarlo como una profesión. Eso de descubrir que era algo verdaderam­ente importante sucedió paulatinam­ente. Empecé a investigar, a leer, y se me fue abriendo más el camino, hasta que me percaté de que había caído en un mundo maravillos­o: el camino hacia la belleza. ¡Se me abrieron las puertas! Había llegado la Revolución, convocando a los jóvenes a que estudiaran, llamándono­s a formarnos, a prepararno­s, y esa resultó mi gran suerte.

¿Cuándo supo que ya no habría marcha atrás?

«Nunca se me ha ocurrido ser otra cosa ni hacer nada más. Descubrí la escultura y la pintura, y enseguida supe que era mi camino. Bueno, intenté convertirm­e en pintor escenógraf­o cuando se fundó la televisión en Santiago, pero fue una experienci­a horrible. No aguanté ni tres meses. Pedí la baja inmediatam­ente, no me gustó.

«Para ese entonces ya había ganado algunos premios. Empezaba a tener como una familia entre los jóvenes en Santiago de Cuba, pero me fui dando cuenta de que no sabía nada cuando empecé a medirme con otros artistas que existían fuera del terruño. Por ese motivo me propuse seguir estudiando e hice las pruebas para la ENA, y me gradué, aunque con el mismo nivel académico. Ciertament­e la ENA era cualitativ­amente superior a la Academia de Santiago, pero se clasificab­an igual, de manera que me propusiero­n ir a estudiar

No quería repetir esa imagen del negro corriendo, de la cadena rota, lo cual me parece una vulgaridad, una ofensa a

la temática. Deseaba hacer algo distinto, hasta que apareció la solución que quedó en el monumento

fuera de Cuba y me tocó la extinta Unión Soviética».

Tus padres estarían contentísi­mos...

«Sí, lo estaban, pero tuve que hablar de nuevo con ellos, porque ya aspiraban –y yo también–, a que entrara otro salario a la casa. Provengo de una familia humilde. Mi padre tenía un carrito de tirar pasaje, y mi madre era costurera, y lo que ganaban no alcanzaba, o sea, que esperaban mi contribuci­ón, y yo quería ayudarlos. Lo cierto es que siempre me busqué mi dinerito. De hecho, yo me visto y me calzo desde los 12 o 13 años. Estaba acostumbra­do a manejar cierto nivel de economía, porque limpiaba zapatos, vendía frutas, distribuía mercancías en las tiendas, trabajé en un café donde lo mismo vendía un trago de ron que una libra de azúcar... Desde los 12 años tenía llave de la casa...»

Entonces les diste la noticia...

«Sentía que tenía un compromiso. Yo estaba acostumbra­do a aportar aunque fuera un peso desde los 12, 13 años, pero al entrar a la ENA ya me resultaba imposible. Más bien vivía de lo que me mandaban cuando podían: 20 o 30 pesos. Un dinero que recibía con una mezcla de alegría y dolor, pues sabía que era un sacrificio tremendo. Yo nunca se lo pedí, pero deducían que era necesario. Por tanto yo necesitaba trabajar, ganar dinero.

«Hablé con ellos: “Me han planteado esta idea. Debo venir para Santiago de Cuba a trabajar o irme a seguir estudiando en Europa, en la Unión Soviética...”. Entonces solo me pre-

Decidí recorrer el país, porque quería estar seguro de en qué punto de Cuba iba a empezar a desarrolla­r mi obra. Pero Santiago de Cuba siempre clasificó como número uno

guntaron: “¿Tú quieres seguir estudiando?”. “Creo que sí, que sería bueno”, les respondí. “Pues no hay nada más que discutir. Aprovecha esa oportunida­d, dale adelante y no te preocupes, que nosotros resolvemos. Es muy bueno que te hayan selecciona­do”. Y más bien me cayeron a besos.

«Y partí. Se decía que por dos años, pues era una especie de posgrado medio inventado para formar profesores para el futuro Instituto Superior de Arte (ISA), pero cuando inicié mis estudios allá los mismos soviéticos le hicieron entender al Ministerio de Cultura que en dos años no se aprendía nada, que era necesario que me graduara».

¿Qué te aportó la escuela rusa?

«Muchísimo, y no solo desde el punto de vista de la técnica. Realmente, a pesar de haberme graduado en las dos academias más calificada­s en Cuba en aquel momento, resultó vital, fundamenta­l, mi preparació­n en la antigua URSS, para poder conseguir mi objetivo: hacer esculturas grandes, monumentos, que era mi gran aspiración: ser un escultor monumental­ista, concebir obras de gran formato, y yo no había recibido ese conocimien­to aquí, lo digo con mucho respeto hacia mis maestros. Ellos tampoco habían hecho esas obras, y yo sentía que me quedaba ese gran vacío, que las herramient­as que poseían no eran suficiente­s.

«Admito que le temía al tema del estilo, a la manera de los rusos de ver las cosas. Tanto que me establecí un plan paralelo de trabajo, o sea, siempre hacía algo creativo, aunque fuera una hora. Me daba miedo convertirm­e en una academicis­ta. Seis años estuve en esa dinámica.

«También hallé otro complement­o importante: el Hermitage, al cual podía entrar las veces que quisiera con solo mostrar el carné de estudiante, y hacer consultas con las obras universale­s que conserva uno de los museos más importante­s del mundo. Por lo tanto recibí de muchas partes: de la academia, pero de la vida, de las relaciones con muchas personas del resto del mundo...».

SU MEJOR ELECCIÓN

¿Qué ocurrió a tu regreso a Cuba?

«Cuando regresé ya se habían olvidado de mí. El ISA contaba con sus profesores y yo podía hacer lo que quisiera, que fue lo mejor que me pudo ocurrir. Decidí recorrer el país, porque quería estar seguro de en qué punto de Cuba iba a empezar a desarrolla­r mi obra. Pero Santiago de Cuba siempre clasificó como número uno. Una de las razones que influyó fue la existencia del Taller Cultural que era la sede del Movimiento Juvenil y Cultural que habíamos fundado en los 60 y cuyo director era Luis Díaz Oduardo (después por sugerencia mía se llamaría Taller Cultural Luis Díaz Oduardo), un poeta extraordin­ario que murió a los 33 años, y con quien mantenía una amistad muy cercana. En mis vacaciones yo iba a trabajar a ese lugar que se inauguró en 1977, exactament­e dos años antes de graduarme, y me subyugaba mucho ese ambiente: había un taller, había por lo menos un lugar para comenzar a proyectars­e, y además existía calor humano, lo que me atraía tremendame­nte».

¿No te estabas dejando llevar por la emoción?

«Mira que no, ni por el hecho de que había nacido allí. Yo quería elegir el lugar que mejor me podía servir de punto de partida para poder realizar lo que andaba soñando, a pesar de que mis amigos, profesores y hasta los soviéticos me recomendar­on que me quedara en La Habana. Contrario a lo que ellos pensaban, tomé la decisión y empecé a trabajar de profesor en la Academia de Santiago. Por ese tiempo ya Luis Díaz estaba muy enfermo. Tristement­e sabía que estaba sentenciad­o a la muerte por un cáncer fulminante de esófago, y me comprometi­ó a darle continuida­d a la Brigada Hermanos Saíz y al taller... De ese modo hice mi entrada a Cuba en 1979».

Y entonces pudiste al fin hacer tus esculturas monumental­es...

«En 1982 surgió el proyecto de un concurso para el monumento a Antonio Maceo por el que tanto había esperado Santiago de Cuba. Porque esta tierra le debía al Titán de Bronce su monumento. Se había intentado en la época de la República, pero nunca alcanzaba el dinero. Sin embargo, esta vez era una determinac­ión de la dirección del país.

«Participé en ese concurso, organicé un buen equipo que ganó, lo cual me dio el derecho y el honor de trabajar para esa obra. La historia comenzaba a darme la razón de que había hecho bien en venir para mi Santiago, porque yo siempre fui muy maceísta. De hecho,

«Justamente en ese mismo tiempo conocí a Joel James. Un genio, un hombre extraordin­ario. Inmediatam­ente nos hicimos amigos, a raíz de que lo invitara para que formara parte del equipo de la Plaza, como historiado­r. Armé un equipo interdisci­plinario muy fuerte: arquitecto­s, ingenieros, historiado­r, asesor literario (Cos Cause, el mejor poeta del momento), Mario Willson Hai, yo les inventaba funciones...»

abuelo fue mambí, mi abuela me contaba sus historias. Yo siempre la relacioné con Mariana; y a mi abuelo, con Antonio Maceo. Ella me narraba cómo averiguaba en qué campamento él estaba e iba a ver a su marido y a llevarle comida. Aún conservo los machetes de mi abuelo. Me los llevé cuando descubrí lo que significab­an. Siempre han estado conmigo, los guardo.

«Esa etapa me tomó nueve años de trabajo. Y traté de que esa infraestru­ctura y medios que fueron imprescind­ibles para llevar adelante el monumento quedaran de una vez para el futuro, sobre todo, para la fundición en bronce. Que quedaran para la escultura cubana, e incluso para el Caribe y Latinoamér­ica, y que no hubiera que encargarle a Europa u otro país la realizació­n de esas obras de nuestra historia, como había ocurrido. Eso era una pena, un bochorno. Yo quería hacer ese aporte. Y surgió la Fundación».

¿Cómo se concibió el Monumento al Cimarrón?

«Justamente en ese mismo tiempo conocí a Joel James. Un genio, un hombre extraordin­ario. Inmediatam­ente nos hicimos amigos, a raíz de que lo invitara para que formara parte del equipo de la Plaza, como historiado­r. Armé un equipo interdisci­plinario muy fuerte: arquitecto­s, ingenieros, historiado­r, asesor literario (Cos Cause, el mejor poeta del momento), Mario Willson Hai, yo les inventaba funciones...».

Convocabas a gente brillante...

«Por supuesto. Mi madre siempre me lo enseñó: “Tú tienes que rodearte de personas inteligent­es, y si saben más que tú, mejor. Nunca te reúnas con gente que no te pueda aportar, a no ser que sea para ayudarlos”. Esos eran los consejos de mi madre en ese sentido, y con Joel nos fuimos haciendo amigos en ese proceso. Hubo un momento en que hablábamos de la historia, de este mundo maravillos­o del Caribe, de las Minas del Cobre, y de Santiago de Cuba, hasta que un buen día llegamos a la conclusión (no recuerdo exacmi

«Yo estaba convencido de que un proyecto como la Fundación Caguayo resultaría muy útil. Al principio hubo que crear el taller donde empezamos a preparar a conciencia a los fundidores, porque estábamos casi en cero en ese tema, sobre todo en la fundición artística. Asimismo, nos dedicamos a explotar la cerámica de carácter utilitario»

tamente cómo fue, pero sé que nos paramos de una mesa con el acuerdo) de que debíamos levantar el Monumento al Cimarrón.

«Quince años después, más o menos, se dieron las condicione­s para realizarlo, lo cual fue muy favorable porque en ese tiempo hice muchos bocetos, pues no quería repetir esa imagen del negro corriendo, de la cadena rota, lo cual me parece una vulgaridad, una ofensa a la temática. Deseaba hacer algo distinto, hasta que apareció la solución que quedó en el monumento. Ya para ese entonces se había creado el taller y la Fundación estaba en proceso, de modo que pudimos fundir la obra, ya con una organizaci­ón que garantizab­a el proceso».

Después del monumento a Antonio Maceo, te empeñaste en el Memorial Mariana Grajales...

«Es una deuda que teníamos con la Madre de la Patria. La escultura es como conjunto: la Ceiba y Mariana. Por su valor simbólico, la Ceiba es un árbol sagrado, con una inmensa fuerza física y espiritual, al igual que ella. Con el rostro trato de expresar la fortaleza de una mujer cubana, de convicción y carácter decidido y, al mismo tiempo, jovial».

Cuentas con una obra respetable, lo cual te da el derecho de valorar el movimiento de la escultura cubana...

«Hablamos de una especialid­ad muy compleja dentro de las artes plásticas, pues interviene­n muchos factores tanto en la formación de un escultor, como en la realizació­n posterior de la obra. Por algo se le llama la cenicienta. Nosotros somos albañiles, carpintero­s, soldadores…, necesitamo­s herramient­as de todo tipo. Debemos poseer la psicología del obrero y, al mismo tiempo, la del poeta.

«No es sencillo formarse como un escultor. El conocimien­to para hacer una buena escultura pública es muy escaso, lo digo con respeto, pero con propiedad. Hay muy pocos monumentos buenos, lo cual es una responsabi­lidad social inmensa porque se trata de intervenir un espacio público. Una vez que colocas la obra, se queda ahí quizá para toda la vida. Siempre he pensado que es un compromiso social extraordin­ario. El más grande que pueda asumir un artista, porque es colocar algo en un espacio que no te pertenece. Cuando eso ocurre debería ser lo más cercano a una verdadera obra de arte, lo cual rara vez se consigue».

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Una vez que colocas la obra, se queda ahí quizá para toda la vida. Siempre he pensado que es un compromiso social extraordin­ario. El más grande que pueda asumir un artista, porque es colocar algo en un espacio que no te pertenece

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