Jeanne Moreau MADEMOISELLE INDOMITA
Actriz mayúscula, pero también directora y cantante, icono de la Nouvelle Vague, pero también musa de cineastas tan rompedores como Buñuel, Malle, Losey o Welles, Jeanne Moreau fue la gran dama del cine francés durante siete décadas. Mujer avanzada a su t
Te quiero porque eres diferente. Diferente al resto
de mujeres, le dicen en Les amants (Louis Malle, 1959), film escándalo y una de las interpretaciones más inolvidables de una actriz que no se parecía a ninguna otra. Dando sus primeros pasos (dejé la Comédie Française porque quería ser independiente, era un honor pertenecer a la compañía, pero uno se queda atado de
masiado tiempo, decía en una entrevista a FOTOGRAMAS en 1962) y a lo largo de siete décadas de fructífera carrera, Jeanne Moreau (París, 1928-2017) siempre fue una mujer a contracorriente, avanzada a su época: tremendamente fuerte en un cuerpo menudo, temperamental, todo carácter, independiente y feminista cuando hablar de feminismo era una rareza. No quiero dar una imagen de la mujer vista desde los ojos de un hombre, como si fuéramos inferiores, afirmaba.
Era una mujer que reivindicaba constantemente su libertad, y la ponía al servicio de las causas en las que creía, como mujer ardiente de izquierdas, siempre rebelde al orden establecido como a la rutina,
rezaba el comunicado del Elíseo francés tras su muerte, acontecida el pasado 31 de julio, a sus 89 años.
Moreau fue, también, sex symbol a su pesar. Guapa, lo que se dice guapa, no lo he sido nunca, pero lo dicen tanto que casi aca
baré por creérmelo, nos contaba, consciente de la sensualidad que emanaban muchos de sus personajes y con un bagaje amoroso a sus espaldas de órdago: si hacemos caso de mil y un artículos, por su cama (matrimonios, con el guionista Jean-Louis Richard y el cineasta William Friedkin, a un lado) habrían pasado los músicos Georges Moustaki y Miles Davis, el actor Lee Marvin (con quien coprotagonizó Monte Walsh, en 1970) o el director Tony Richardson (que dejó a su esposa Vanessa Redgrave por ella). Tenía amantes, para poder dejarlos en cualquier momento. Pero siempre eran personas con mucho talento, nunca tuve aventuras porque sí, confesaría la
actriz, que también mantuvo una larga relación, personal y profesional (fue su musa) de cuatro años con el modista Pierre Cardin.
MUSA DE LOS MÁS GRANDES
Cuando comenzaba, trabajé en muchas películas con un gran entusiasmo, sin plantearme muchos problemas. El cine me parecía maravilloso. Después fui descubriendo lo que no me gustaba:
la vulgaridad, prostituirse, la falsedad... Toda una declaración de intenciones que, probablemente, llevó a Moreau a repetir una y otra vez con algunos cineastas de indudable independencia y talento, en Europa y en Estados Unidos: así las cosas, rodó a menudo con Louis Malle (Ascensor para el cadalso, Les amants, El fuego fatuo, ¡Viva María!), con François Truffaut (empezó con un cameo en Los cuatrocientos golpes, y protagonizó Jules y Jim y La novia vestía de negro), con Joseph Losey (Eva, El otro Sr. Klein, La truite),
con Tony Richardson (Mademoiselle, Sailor from Gibraltar) o con su amigo Orson Welles (El Proceso, Campanadas a medianoche, Una historia inmortal, The Deep), que la definía como la mejor actriz del mundo.
Primera mujer en formar parte de la Academia de las Bellas Artes de Francia, la intérprete inspiró también a Peter Brook (en Moderato Cantabile, por la que fue Mejor Actriz en Cannes 1960), a Michelangelo Antonioni (La noche) oa Rainer Werner Fassbinder (Querelle). Y, claro, a un Luis Bu
ñuel (con otra película que levantó polvareda, Diario de una camarera) al que ella llamaba mi papá español. Y seguía:
Luis no quería a una star para la película, y, cuando el productor le sugirió mi nombre, no puso buena cara, pero aceptó verme. Al rato estábamos comiendo queso y bebiendo vino como dos viejos amigos. No hubo necesidad de convencerle de que no era ninguna vedette, y me dio el papel encantado, recordaba en una charla con FOTOGRAMAS en 1984.
DIRIGIR, CANTAR, FUMAR
Hija de un restaurador francés y de una inglesa que llegó a París para actuar en el Folies-Bergère, Moreau dirigió teatro, ópera y cine (en un par de ocasiones: Lu
mière, en 1976, y L’adolescente, en 1979, además de un documental sobre Lillian Gish). E intentó también escribir unas memorias. Habría podido hacer un serial, una
saga, nos explicaba. Comencé a redactarlas y, cuando me di cuenta, ya llevaba 600 páginas y todavía iba por mis 13 años. ¡Si no tuviera sentido del humor, enloquecería! Pero mi vida privada no tiene nada de excepcional. Como el panadero, hacemos el pan bajo el mismo patrón. Está en nuestras manos no caer en la rutina, en la esclerosis. En mí es algo orgánico, no podría resistirlo. No me gusta la mentira, encontrarme atrapada en ella me impediría vivir, remataba, aparentemente ajena a la mucha literatura que generaban sus idas y venidas vitales.
Reía, fumaba y seducía c0mo pocas en pantalla. Y cantaba: probablemente no haya momento más icónico en su trayectoria que las alegres carreras con Jules y Jim, su bigotito y el maravilloso sonido de Le tourbillon de la vie, que entonaba en el film de Truffaut y que convirtió en un éxito musical, campo que tocó con sumo buen gusto en varios discos e, incluso, en un concierto con Frank Sinatra en el Carnegie Hall. Tenía un encanto insoportable, contaba Moreau sobre su gran amiga Marguerite Duras, otra de las intelectuales a las que conquistó con su talento. Actuó bajo sus órdenes, por ejemplo, en Nathalie Granger (1971), la interpretó en Ese amor (Josée Dayan, 2001), y fueron amigas durante años. Todo lo que estaba prohibido era posible en sus libros, afirmaba. Almas gemelas: para Moreau tampoco hubo jamás cortapisas, miedos ni censuras que valieran para aplacar su osadía, su tenacidad y su arrojo.
“Guapa, lo que se dice guapa, no lo he sido nunca. Pero me lo dicen tanto que acabaré por creérmelo”.