Fotogramas

Javier Gutiérrez, por El autor.

Lo suyo es una cuestión de altura: inversamen­te proporcion­al en centímetro­s a lo airoso que sale de cada desafío y a la gigantesca confianza que se ha ganado en la profesión. Javier Gutiérrez pega fuerte y triple: ’El autor’, que estrena, y las series ‘Es

- Por Paula Ponga. Foto: Fausto Paz.

Dicen que decía el maestro ruso de intérprete­s, Stanislavs­ki, que no hay papeles pequeños; sólo actores que los hacen grandes o pequeños. Dice a FOTOGRAMAS el director de casting Luis San Narciso, el gran ojo que todo lo ve, que Javier Gutiérrez (Luanco, Asturias, 1977) posee la torturada solidez de Spencer Tracy, la expresivid­ad de Alfredo Landa, la humanidad de Alberto Sordi y algo más que es sólo suyo. Javier trabaja desde un sitio que no se aprende en las escuelas y que los demás sólo podemos intuir. De ahí extrae sus personajes, con ese rostro mutable que puede ser el de un ángel y el de un demonio, pasando por todos los registros intermedio­s. Amén.

Salió de Ferrol, su ciudad de adopción (llegué con meses, éramos emigrantes), de la que hoy es Hijo Predilecto, con una mano delante, otra detrás y un objetivo claro: ser cómico. Siempre fui un niño muy tímido, hasta extremos enfermizos. Me gustaba imitar a amigos, vecinos, y era el centro de atención en las reuniones familiares. Lo más parecido a artista que había en mi familia, dice, era un primo vocalista en una orquesta. Poco a poco, me di cuenta de que me gustaba mucho actuar. Mi pasión por la lectura y mis ganas de sacudirme la timidez hicieron el resto. Y prosigue: Tenía familia en Madrid, pero quería vivir mi vida, demostrarl­e a mi madre, una madre coraje con tres hijos (es huérfano de padre desde muy pequeño, y sus padres se habían separado) que esto no era flor de un día.

LA PASIÓN QUE NO CESA

Hablamos al final de una jornada de nueve horas de grabación (ayer hicimos 11) de Estoy vivo, la serie con la que ha regresado a la televisión, liderando el prime time: Tenía muchas ganas de volver a la tele, pero quería volver con algo que estuviera bien. No cagarla, vaya. Y así ha sido: Ya, pero podía haber salido mal.

Muy educado, muy cordial y hospitalar­io, muy generoso como entrevista­do, accede a la petición de una madre y su hija adolescent­e de hacerse juntas una foto con él: ¿Currante? Sí, claro. No entiendo esta profesión sin que sea así. Hay quienes pasan de puntillas y quienes pasan para dejar huella o para quedarse un rato. Y sé de qué hablo. Con Águila Roja, estuvimos nueve temporadas con picos de audiencia de seis y siete millones de personas, con un personaje que me ha dado mucha popularida­d, premios, prestigio…

Trabaja mucho.

Tengo la fortuna de que la mayoría de los trabajos que hago funcionen. Y el trabajo llama al trabajo. Da tanto miedo que el teléfono deje de sonar...

¿Le ha ocurrido?

No. Nunca. Desde que salí de la escuela encadenaba cuatro espectácul­os seguidos. Con muchísima pasión. Casi sin dormir. No quería hacer otra cosa.

¿Se fogueó más en escuelas o en escenarios?

En escenarios. No había acabado en la escuela y empecé a trabajar en una compañía (Teatro del Duende, de Marta Belaustegu­i y Jesús Salgado) y en otras compañías independie­ntes, hasta que, de carambola, llegué a Animalario.

¿Qué carambola?

Ernesto Alterio no podía hacer El fin de los sueños porque le había salido una película, y Nathalie Poza le habló a Andrés Lima de mí. Me hicieron una prueba, empecé a trabajar con ellos y también a hacer tele y cine. Animalario fue un trampolín. Alberto (San Juan) estaba entonces en un momento espectacul­ar; Willy (Toledo) también. Yo ya veía que despuntaba­n. Y teníamos un director genial como pocos ha habido en este país: Andrés Lima. Aprendí mucho de esa escuela, de la forma de hacer, de la forma de entender el teatro y de la forma de entender la vida.

¿Cómo va uno por la vida para ser el actor que es?

(Se lo piensa). El otro día tuve aquí una bronca porque hay algo que juega muy a favor y muy a la contra: mi exigencia.

Que es muy alta.

Sí, y me frustro mucho. No me vale el 6. Si puedo dar el 9, mejor. Soy mi peor enemigo. Pero por otro lado, me gusta estar así. Tengo hambre de llegar al público. Pero me agarro unos cabreos monumental­es cuando no salen las cosas. Y es un horror. Porque la imagen que transmites y la sensación que te llevas a casa es muy agridulce. Y yo amo mucho este oficio.

Deme una imagen de sus comienzos.

El otro día, desde el escenario del Teatro Español, haciendo una lectura allí, me vi a mí mismo sentado en una de aque-

llas butacas en el año 93. Mira, se me pone la piel de gallina... Cuando llegué a Madrid pagué 100 pesetas para ver en ese teatro Las Mocedades del Cid, con José María Rodero de protagonis­ta.

Ha visto cambiar el oficio.

Yo nunca tuve en mente hacer tele ni cine. Siempre soñé con hacer teatro. Mi libro de cabecera era El viaje a ninguna

parte. Sin el hambre ni las privacione­s que pasaban aquellos cómicos, pero sí con esa vida de viajes, de giras, de cambiar de repertorio, de conocer gente. Eso me fascinaba. Y ese romanticis­mo, ese amor por el oficio y la profesión se han perdido. Los jóvenes que empiezan ahora ni lo huelen. Quieren acceder rápidament­e a la fama.

De cómico de la legua a trabajar con Fassbender en Assassin’s Creed (2016).

¡Otra carambola! Me llama Luis San Narciso para decirme que el director, Justin Kurzel, quiere verme. Yo estaba rodando El olivo y, a continuaci­ón, iba a rodar Plan de fuga (Iñaki Dorronsoro, 2017). Necesitaba un descanso, así que digo que no. A los 15 días, vuelve a llamarme Luis: que el director quería hablar conmigo. Hablé cinco minutos con él y me convenció. Me dijo que quería a los mejores para sus roles y que de mí le interesaba esto (se enmarca la mirada con las manos). Llegas a Londres, vienes de trabajar en produccion­es de 3 millones de euros, te metes en una de 200 y alucinas. Me llevaron a Londres tres veces, ¡tres!, para pruebas de vestuario, y sólo tenía una túnica. Claro, tú hueles eso y quieres más. Estuve en Malta un mes sin hacer nada. Carlos Bardem y yo nos paseábamos por allí en plan turistas. Eso sí, el director trabajaba 14 horas al día y todos los días quería verme, aunque fueran diez minutos, y me proponía cosas interesant­es: decir mi texto como si fuera Mussolini, o irme a ver las Pinturas Negras de Goya.

¿Qué tal con Fassbender?

Me enamoró. Sólo puedo decir cosas buenas de él: buen compañero, buen actor, muy trabajador, con un sensibilid­ad exquisita... Éramos 400 de equipo, pero cuando él entraba en el set notabas algo especial. Lo primero que rodamos juntos es un momento en que me agarra y me acerca un puñal al cuello. Debió de notarme algo tenso, y, en la primera pausa, se puso a cantarme Cucurrucuc­ú paloma, y a hablarme del País Vasco, de que le gustaba hacer surf, de Donosti. A esto me refería antes: a que reivindico la capacidad de trabajo, la seriedad, el rigor.

¿Pone el mismo empeño en un proyecto pequeño que en uno grande?

Sí. No hay trabajo pequeño. Le tengo mucho respecto al espectador. Produzco teatro (el debut de Juan Cavestany, El traje; Elling, con Carmelo Gómez; Los Mácbez,

con Carmen Machi, dirigidos por Andrés Lima; o la más reciente, Contraacci­ones).

Y vuelvo ahora otra vez al teatro, que tenía muchas ganas, como de volver a la tele, produciend­o un texto francés. Gracias a Águila Roja puedo producir teatro, además de llenar la nevera.

Un resumen de su trayectori­a, de los muchos posibles.

Yo era un actor muy emparentad­o con la comedia, y con la tele, hasta que La Isla Mínima me hizo dar un salto cualitativ­o al drama, a personajes alejados de un estereotip­o en el que me sentía cómodo. Ha sido importante para convencerm­e a mí mismo de que puedo. Sobre todo, de que puedo arriesgar.

Ha vuelto a hacerlo con El autor.

Pocas veces uno puede encontrar la pasión, la complicida­d, el respeto por los actores de Manuel Martín Cuenca. Me parece uno de los tapados de nuestra industria. Y tiene una forma muy interesant­e de trabajar: emplea mucho tiempo contigo, en saber de ti, y luego lo pone al servicio de tu trabajo. Trabaja sin combo, de una forma muy artesanal. Me parece que la película incluso engrandece el relato de Cercas que lo inspira.

El momento Hemingway: genitales sobre la mesa.

Me he desnudado mucho más emocionalm­ente, te lo aseguro. Twitter: @javierguti­alva

“SE HA PERDIDO EL ROMANTICIS­MO, EL AMOR POR EL OFICIO. LOS QUE EMPIEZAN QUIEREN ACCESO RÁPIDO A LA FAMA”.

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