Antonio Isasi-Isasmendi.
Los fans del Festival de Sitges no pueden reprimir sus emociones. ¡Afortunadamente! Y se entusiasman, aplauden, gritan, ríen... “En Sitges sólo se admiten reacciones curtidas que te obligan a aplaudir una cabeza que explota”.
Un amigo regresa de Bombay entusiasmado. Ha ido al cine y me comenta que allí la actitud del público es muy distinta a la nuestra. Mientras que aquí el común de los cinéfilos se conforma con devorar alimentos sintéticos altos en colesterol o consultar el móvil, allí chillan, bailan, cantan, jalean, aplauden o abuchean a los personajes de las películas. Y cuando el malo es muy grotesco, incluso le lanzan objetos, insiste. Nunca he sabido si esa historia del entusiasmo indio es un mito, pero, en cualquier caso, estas actitudes no son exclusivas de la India. No hace falta viajar a Bombay para tropezarse con públicos participativos. Y no me refiero a esos sórdidos personajes que pululaban por las no menos sórdidas salas X emulando las artes amatorias más ancestrales sino a, por ejemplo, los entusiastas y leales asiduos al Festival de Sitges.
PARTICIPACIÓN Y VÍTORES
Se trata de un festival que tiene sus propios protocolos. Reúne a toda suerte de jóvenes prematuramente envejecidos por las dioptrías y la calvicie, ataviados con camisetas de indescifrables mensajes satánicos y que tienden a caminar levemente inclinados hacia adelante como si combatieran una magnética y maléfica fuerza postnuclear. Allí donde los ves, tan aparentemente tímidos, se transforman cuando, una vez dentro de la sala, reaccionan ante cualquier estímulo que justifique sus ansias voraces de participación. La liturgia propicia extrañas complicidades tribales. Al apare- cer el título, se suele aplaudir para celebrar la larga espera de un año a otro y el privilegio que supone ser el primero en verla. Y luego existe una graduación espontánea de aplausos y vítores casi siempre relacionados con escenas a cual más truculenta y violenta.
¡VIVA LA SANGRE!
Nada de chillidos de cinéfilo principiante incapaz de disimular su incontinencia emocional. En Sitges sólo se admiten reacciones curtidas que obligan a aplaudir con enorme entusiasmo una decapitación, una cabeza que explota salpicando paredes y cristales, apuñalamientos recreativos justificados ( o no) por el guion y cualquier muerte que se tome la molestia de aspirar al museo de muertes ingeniosas. Allí están, riendo a mandíbula batiente cuando al protagonista le levantan la tapa de los sesos, o pateando de júbilo al verse sorprendidos por el viscoso ataque de un monstruo lo suficientemente defectuoso para alimentar el esnobismo de lo vintage.
¿Bombay? Si desean comprobar hasta qué punto pueden establecerse vínculos emocionales entre ficción y realidad, vengan a Sitges. Y lo más interesante es comprobar cómo todos esos cinéfilos, que dentro de la sala daban rienda suelta a sus instintos más animales, recuperan su pacífico aspecto de informáticos vocacionales al salir y se acercan a una cafetería hípster para, con susurrante educación, pedir un té verde con sacarina. Crónica del 50 Festival de Sitges en número de diciembre