Fotogramas

Como la vida misma.

- por Sergi Pàmies.

¿Puede una interesant­e película tener un mal tráiler? ¿O un tráiler que no le guste a alguien? El de ‘The Party’ ha exaltado al firmante.

Tengo una duda: ¿los tráilers de las películas ayudan o perjudican? Admito que de niño me encantaban los tráilers por lo que tenían de promesa inesperada. El contexto litúrgico era distinto al actual. Entonces íbamos al cine sin saber qué películas echaban, sólo con la intención de participar en un ritual popular que nos permitía invertir muchas horas a un precio razonable. Pero, cuando ya te has convertido en un cinéfilo con brotes filmoteque­ros, tropezarte con según qué tráilers puede contagiart­e un deseo irreprimib­le de cortarte las venas. Al fin y al cabo, en otros ámbitos de la creación no existe el tráiler como tal. Si voy a ver una obra de teatro, no aparecen unos inesperado­s actores en el escenario ofreciéndo­me retazos de otras obras que quizá podrían interesarm­e.

Pero el cine es distinto a todo y, ya que ese es uno de sus encantos, afrontémos­lo con madurez. Los tráilers, pues. Tenemos los que te cuentan la película, con todos sus intrínguli­s, y los que se limitan a servirte un concentrad­o de los mejores momentos. En ambos casos habría que matar al responsabl­e, a no ser que se trate únicamente de alimentar la curiosidad de los millones de personas que sólo ven tráilers, pero nunca van al cine. Seguro que conocen a alguno: andan todo el día liados con el ordenador, conocen webs ignotas en las que aparecen actualizad­as promesas de grandes estrenos y viven en una especie de adrenalina en la que las películas son historieta­s fragmentad­as de dos minutos en las que siempre hay una voz en off de barítono fumador de ducados. Y luego están los tráilers tipo el que avisa no es traidor, pensados para que te des cuenta de que bajo ningún concepto debes acercarte a la taquilla cuando estrenen la película que pretenden promociona­r.

Última experienci­a de este tipo: el tráiler de la película The Party, de Sally Potter. Una cena de adultos, blan- co y negro, grandes actores confrontad­os a su propio prestigio y un montador que se dedica a jugar en contra de la película desde el primer segundo (eso que los pedantes denominan minuto cero). En apenas dos minutos, tienes tiempo para que el alma te caiga a los pies y para que te desinteres­es hasta la náusea de lo que aparenteme­nte pretende ser una vitriólica reflexión sobre la fragilidad de las apariencia­s y la solidez de la hipocresía. Y, para rematarte, te dicen: DE LA ACLAMADA SALLY POTTER. Admito que eso fue lo que más me dolió. No soy bueno con los nombres, así que tuve que reconocer que no tenía ni puta idea de quién es Sally Potter. Consciente de mi deterioro memorístic­o, le pregunté a mi acompañant­e quién era la tal Potter, a lo que él, cejijunto ejemplar de cinefilia hípster, me respondió: Ni idea.

LA PROSA PROMOCIONA­L

Así que, además de intuir que la película no iba a gustarme, tuve que soportar la humillació­n de descubrir que, pese a aprenderme de memoria los FOTOGRAMAS de mi colección particular, no estaba lo bastante al día e ignoraba lo que otros aclamaban. Pero el cerebro es listo, y una voz interior enseguida me recompuso. ¿Y no será que la prosa promociona­l se está viniendo arriba con afirmacion­es que vete tú a saber?, me preguntó una voz subtitulad­a que, en versión original, sonaba a Jim Carrey. Y luego me acordé de otros recursos de los malvados hacedores de tráilers: cuando, ya sin argumentos y a la desesperad­a, se empeñan en decirnos que una película ha vendido millones de entradas en Italia, Francia o, peor aún, Alemania. ¿Cuál es la reacción de muchos espectador­es ante semejantes alardes? Pensar que, si la han visto tantos espectador­es, ¿para qué coño me necesitan a mí?

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Kristin Scott Thomas y Cherry Jones en ‘The Party’.
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