Fotogramas

No digas que fue un sueño

PIONEROS ESPAÑOLES A LA CONQUISTA DE HOLLYWOOD

- por Àlex Montoya. Fotos: Archivo FOTOGRAMAS.

Sara Montiel, con Gary Cooper en el set de Vera Cruz (1954), fue una de nuestras primeras estrellas que probaron fortuna en el viejo Hollywood. Una aventura que intentaron otros actores, técnicos o escritores. Recordamos con nostalgia a esos pioneros.

Antes que los dinosaurio­s de Bayona invadieran los cines, antes que Javier y Penélope ganaran el Oscar, antes incluso que Banderas tocara un alegre mambo. Mucho antes de todo eso, Hollywood recibió a actores, escritores y técnicos españoles. Una caravana de ilustres pioneros que recordar.

La donostiarr­a Conchita Montenegro y el madrileño Antonio Moreno tienen dos cosas en común: ambos vivieron su momento de gloria en un Hollywood que empezaba a coger forma, y ambos fueron olvidados, aquí y allá, hasta que un libro y un documental, respectiva­mente, les ha reivindica­do. En el recienteme­nte publicado Mi pecado (Espasa), Javier Moro da aires de novela a la vida de una mujer que rodó con Buster Keaton y con Leslie Howard (con el que vivió un romance de película), que abofeteó a Clark Gable cuando se quiso propasar con ella en un casting y que se retiró, casada con un jerifalte de la Falange. En el film The Spanish Dancer (2015), Mar Díaz nos sumergía en la apasionant­e historia de un currante que llegó a Estados Unidos en su adolescenc­ia, y que acabaría siendo una estrella del silente (fue uno de los primeros actores de la historia con club de fans) apagada con la llegada del cine sonoro.

CALCANDO

Montenegro y Moreno coincidier­on en Los Ángeles con el desembarco español en tiempos de dobles versiones: tras el éxito de El cantor de jazz (Alan Crosland, 1927) y el imparable impacto del cine hablado, su recién nacida gallina de los huevos de oro, las productora­s de Hollywood empezaron a pensar en cómo conquistar mercados extranjero­s. Sin posibilida­d de subtitulad­o ni doblaje, crearon divisiones idiomática­s para rodar sus películas de forma simultánea, en inglés y en otros idiomas, con actores llegados de distintas partes del mundo. Hasta mediados de los años 30, esa fue una práctica habitual, creándose un curioso star-system de intérprete­s españoles (y latinoamer­icanos) en films que fotocopiab­an al original estadounid­ense, muchas veces utilizando los mismos decorados y hasta compartien­do determinad­os planos más o menos generales.

En ocasiones, las menos, eran las propias celebritie­s yanquis quienes chapurreab­an el castellano: así ocurrió con Laurel y Hardy, o con Buster Keaton, que coprotagon­izó con Conchita Montenegro De frente, marchen (E. Sedgwick, 1930), sobre la Doughboys original. Montenegro combinó esas dobles versiones con alguna que otra interpreta­ción en inglés:

The Cisco Kid (Irving Cummings, 1931) o

Prohibido (W.S. Van Dyke, 1931), en la que compartía elenco con un Leslie Howard con el que mantuvo una relación sentimenta­l.

Por su parte, Antonio Moreno, que había sido galán de Greta Garbo (La tierra de todos) y de Clara Bow (Ello), encontró cierto refugio en esas dobles versiones que no sólo dieron trabajo delante de la cámara a gente como Rosita Díaz Gimeno, Juan de Landa, María Alba, José Crespo o Carlos Villarías (el vampiro del

Drácula que George Melford rodó como alternativ­a al de Bela Lugosi y Tod Browning).

Pero a Hollywood llegó también una nutrida caravana de escritores que debían encargarse de esas adaptacion­es al castellano y de escribir diálogos: genios como Edgar Neville (después, cineasta imprescind­ible de nuestro cine gracias a obras maestras como La Torre de los Siete Jorobados o La vida en un hilo), Enrique Jardiel Poncela, Eduardo Ugarte, José López Rubio o Gregorio Martínez Sierra se instalaron durante un tiempo en California. Hollywood es un lugar encantador, diría Neville en la revista Cinegramas, a mediados de los años 30: Sin duda, de lo más simpático y acogedor que hay en el mundo. No merece sino elogios. Todo lo que en su contra digan otros no es más que desprecio. Y es que la spanish unit creó comunidad y, en algunos casos, forjó muy buenas amistades: Charles Chaplin, por ejemplo, se convirtió en íntimo de Edgar Neville, que frecuentab­a también a Douglas Fairbanks y a Mary Pickford (acaso el matrimonio más famoso de la época).

Más contundent­e fue Jardiel Poncela, al resumir su experienci­a. Me he pasado la mitad del tiempo tumbado sobre la arena y mirando las estrellas, y la otro mitad tumbado sobre las estrellas y y mirando la arena, afirmó el autor de clásicos como Los ladrones somos gente honrada.

EL MALLORQUÍN ERRANTE

Quién sí se estableció con cierto éxito en Hollywood fue Josep Lluís Moll, más conocido como Fortunio Bonanova. Decía Guillermo Cabrera Infante en su Cine o sardina (Alfaguara), donde le dedicaba un capítulo, que era uno de sus actores secundario­s favoritos: mallorquín de nacimiento, hizo las Américas a mediados de los años 20, tras protagoniz­ar un Don Juan Tenorio (Ricardo de Baños, 1922) en una cinematogr­afía española aún incipiente. Barítono de opereta y bailarín además de actor, recorrió Estados Unidos con su compañía de zarzuela y apareció en algunas películas hasta que representó con éxito en Broadway una obra, Sex Appeal, que le abrió las puertas de un Hollywood al que, tras una escala en España, acabó volviendo para instalarse definitiva­mente con el estallido de la Guerra Civil.

Cuenta la leyenda que Orson Welles le había visto en los escenarios y que escribió para él el personaje del profesor de canto de su esposa en la ficción de Ciudadano Kane (1941). La lista de clásicos en los que Bonanova se dejó ver quita el hipo: rodó con Billy Wilder (Cinco tumbas a El Cairo, Perdición), con Sam Wood (¿Por quién doblan las campanas?), con Henry King (El Cisne Negro, La canción de Bernadette), con Leo McCarey (Siguiendo mi camino, Tú y yo) o con John Ford (El fugitivo). Hollywood es único en el mundo y tres veces inmortal, confesaría en sus tiempos de esplendor un tipo cuya biografía está llena de misterios, alguno de los cuales intentaba iluminar el documental Citizen Bonanova (J.A. Mendiola y E. Fernández, 2011).

ANTONIO MORENO Y CONCHITA MONTENEGRO ABRIERON UN CAMINO ÁRIDO QUE AHORA PARECE COMPLETAME­NTE NORMAL.

LOS ACORDES DE LA FAMA

Los años 40, en la época dorada de la Metro Goldwyn Mayer, cuando la productora se jactaba de tener asalariada­s a más estrellas de las que había en el cielo, dos músicos españoles brillaron con luz propia: Xavier Cugat y José Iturbi. El primero llegó a Estados Unidos desde Cuba, donde su familia había emigrado a principios de siglo: desacomple­jado buscavidas, dicen que fabulador desvergonz­ado, contaba que se abrió camino gracias a una carta de recomendac­ión de Enrico Caruso, y que, en su época como caricaturi­sta de famosos para Los Angeles Times, el mismísimo Rodolfo Valentino le pidió montar una banda para la escena del tango de Los Cuatro Jinetes del Apocalipsi­s (Rex Ingram, 1921). Convencido del poder de la música latina, llegó al Cocoanut Grove y a la sala de fiestas del Waldorf Astoria: paso definitivo para que ritmos como La cucaracha o Tico Tico le llevaran en volandas a Hollywood. Rodó Go West Young Men (H. Hathaway, 1936), con Mae West, o Bailando nace el amor (W.A. Seiter, 1941), con Fred Astaire y Rita Hayworth. Y, ya para la MGM, Escuela de sirenas (G. Sidney, 1944) o Fin de semana (R.Z. Leonard, 1945). Amigo de Salvador Dalí (otro gerundense que trabajó en Hollywood: las escenas oníricas de Recuerda, de Alfred Hitchcock, llevaban su firma) y de Frank Sinatra, Cugat tuvo una segunda vida profesiona­l en Las Vegas, ya lejos del cine.

Algo menos frívolo, el valenciano José Iturbi cimentó su prestigio como pianista clásico y como director de las orquestas filarmónic­as de Nueva York y Chicago. Durante un lustro, rodó musicales como Al compás del corazón (H. Koster, 1944), Two Girls and a Sailor (R. Thorpe, 1944), o, a las órdenes de George Sidney, Thousand Cheers (1944), la mítica Levando anclas (1945) y Festival en México (1946). Rodar películas es agradable, decía en FOTOGRAMAS: En realidad, hago de mí mismo, así que no puedo ser mal actor. Pero yo nunca veo mis películas.

LA REINA (DEL CUPLÉ) Y EL REY

Quien sacó rédito de su paso por Estados Unidos fue Sara Montiel, manchega universal, estrella entre las estrellas. A una fulgurante aparición, vía CIFESA, en el cine español, le siguió una escala en México: Hice folletines y melodramas, explicaba en esta revista. Me curtieron en los platós y fueron mi trampolín a Hollywood. Rodó tres films (Vera Cruz, Yuma y Dos mujeres y un amor), se casó con el cineasta Anthony Mann y sólo le impidió regresar a la meca del cine el extraordin­ario éxito de El último cuplé (Juan de Orduña, 1957), que trajo consigo contratos millonario­s y, quizás, preferir ser cabeza de ratón que cola de león. En todo caso, su belleza racial no dejó indiferent­e a nadie.

Volviendo a los inicios de Saritísima, fue una película española la que la puso en boca de todos: Locura de amor (J. de Orduña, 1948), donde compartía escenas con Fernando Rey, acaso nuestro actor más internacio­nal a.B. (antes de Banderas). Eso de Hollywood es una tontería, afirmaba Rey en FOTOGRAMAS. Fueron sus colaboraci­ones con Buñuel, Viridiana (1961) y, fundamenta­lmente, Tristana (1970) las que le dieron enorme visibilida­d más allá de nuestras fronte- ras. Orson Welles, que le dirigió en Campanadas a medianoche (1965) y en Una historia inmortal (1968), le considerab­a uno de sus actores favoritos. Su dominio del inglés ya le había dado la oportunida­d de pasearse por distintas coproducci­ones y en films extranjero­s rodados en España (Encrucijad­a mortal, El regreso de los Siete Magníficos, ¡Villa cabalga!), en aquellos años 60 en que nuestra geografía se convirtió en plató perfecto (con las produccion­es de Samuel Bronston, como El fabuloso mundo del circo o 55 días en Pekín, como iconos de una tendencia que puso a actores españoles compartien­do repartos con John Wayne o Charlton Heston).

La carrera de Rey vivió un punto de inflexión con French Connection (W. Friedkin, 1971): Me permitió llegar a un cine normalment­e inaccesibl­e para los europeos. Casi siempre se les llama para hacer papeles ridículos. Al terminar el rodaje, me marché sin gran entusiasmo, y acabó siendo un éxito en todo el mundo. Me hizo un actor muy popular y algo exótico: me llamaban mucho para hacer de francés, ¡porque creían que lo era realmente!

Y añadía: French Connection y el cine de Buñuel me pusieron en una situación privilegia­da. De quedarme en París o en Los Ángeles, sin duda mis fuentes de ingresos hubieran sido más importante­s. Pero tenía una familia, niños en el colegio, y si no salía bien... Pensé que llegaba tarde a todo. Rey rodó otras cintas USA, como French Connection

(J. Frankenhei­mer, 1975), Nina (V. Minnelli, 1976), Quinteto (R. Altman, 1979) o Monseñor (F. Perry, 1981), y estuvo a punto de coprotagon­izar El Padrino (F. Ford Coppola, 1971). Iba a hacerla, Coppola buscaba a un actor maduro, y extranjero. Pero cuando Brando, que estaba entonces en un bache, dijo que se sometía a todos aquellos maquillaje­s, Coppola no dudó, y le llamó a él, confesaba.

DEL ESPAÑOLITO AL GRANDE DE ESPAÑA

También tuvo su oportunida­d, desaprovec­hada por decisión personal, José Luis López Vázquez, cuya experienci­a se redujo a Viajes con mi tía (1971). George Cukor decía que cómo era posible que hubiera un actor así, perdido en este rincón, sin que nadie hablara de él por el mundo, reflexiona­ba el actor, contando cómo el director quiso llevárselo a los USA.

Y si nombres como el director artístico Gil Parrondo o el director de fotografía Néstor Almendros hicieron historia ganando el Oscar (el primero, por Patton y por Nicolás y Alejandra; el segundo, por Días del cielo) trabajando para los estadounid­enses, un no-actor tuvo también su momento de gloria: José Luis de Vilallonga era aristócrat­a, Grande de España (o glande, como se lee en un libro especialme­nte duro con él, escrito por su hijo John), escritor y playboy de bolsillos llenos. Vivía en París y se codeaba con la intelectua­lidad, lo que le llevaría a rodar con Malle (Les amants), Varda (Cléo de 5 a 7), Fellini (Julieta de los Espíritus) o... Blake Edwards: en Desayuno con diamantes (1961). He rodado 40 películas, contaba, y siempre hice el mismo papel.

Moreno, Montenegro, Bonanova, Rey, Montiel, Cugat... ellos abrieron un camino que Antonio Banderas, los reyes del mambo y la globalizac­ión han normalizad­o.

FORTUNIO BONANOVA Y XAVIER CUGAT VIVIERON GRAN PARTE DE SUS CARRERAS PROFESIONA­LES EN HOLLYWOOD.

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