El cine como la vida misma.
A partir del propio argumento del film de John Krasinski ‘Un lugar tranquilo’, una reflexión sobre el silencio, el déficit de atención y las costumbres de (algunos) jóvenes en el cine que nos invitan a acudir a nuestros bajos y más violentos instintos.
Ocurrió hace unos años, en una sala de cine, en Riga, Letonia. En la pantalla se proyectaba Cisne Negro (Darren Aronofsky, 2010), y un espectador decidió pegarle un tiro a otro espectador. Alguien podría pensar que fue la consecuencia del peculiar estilo del cineasta, que tiende a provocar algunas reacciones de histeria incontrolable y no pocos intentos de suicidio. Pero no. El homicida letón tenía sus poderosas razones para hacer lo que hizo: uno de los espectadores estaba haciendo demasiado ruido devorando palomitas. Este homicidio cinematográfico, sin embargo, no sirvió de escarmiento, y en la actualidad es probable que estén más amenazados los espectadores silenciosos que los que, en manada, por parejas o individualmente, se dedican a amenizar las sesiones con toda clase de ruidos, ya sea de origen animal o tecnológico.
EL ESPECTADOR CHARLATÁN Y SU MERECIDO
Recuerdo un cortometraje de Lars von Trier, Occupations (2007), incluido en el film colectivo Chacun son cinéma ou Ce petit coup au coeur quand la lumière s’éteint et que le film commence, en el que un espectador (el propio Von Trier) decide matar a martillazos a su vecino de butaca (Jacques Frantz), que no deja de incordiarle con comentarios susurrados o en voz alta hasta sacarle literalmente de sus casillas. Son reacciones que, en un tribunal, supongo que habrán sido tratadas con la debida sensibilidad por los jueces, que habrán considerado como atenuante las circunstancias homicidas y habrá entendido la gravedad de la falta cometida por el espectador asesinado.
Me acordé del asesino de Riga hace unas semanas, viendo la excelente Un lugar tranquilo (John Krasinski, 2018). La película describe un mundo posapocalíptico en el que los supervivientes deben procurar vivir en el más estricto silencio para evitar que unos asquerosos extraterrestres los devoren. Así como a los vampiros les atrae la sangre, a los zombis, las personas vivas, y a la agencia tributaria, los pobres autónomos, a estos monstruos les abre el apetito cualquier tipo de ruido. El encanto perverso de la historia es que te obliga a mantener una tensión parecida a la de sus protagonistas, que desarrollan una prodigiosa habilidad para el lenguaje de signos, todas las formas conocidas de contención y silencio y concentran buena parte de su expresión en la mirada.
REACCIONAR A LO ZEN: ¡NO MARTILLOS!
La película me estaba encantando, con lo que eso conlleva de ilusión y armonía con tu entorno, hasta que, a los pocos minutos, me di cuenta de que me resultaría imposible verla en las condiciones idóneas. ¿La razón? Me rodeaban terrícolas imbéciles, más pendientes de las pantallas de sus móviles, de sus bromas hormonales y de su voraz apetito que de lo que ocurría en la pantalla. Como atravieso una fase zen de mi existencia, decidí que, en lugar de sacar el martillo o el bazuca que siempre procuro llevar encima (nunca se sabe), regresaría otro día, elegiría una de esas sesiones matinales a los que nadie va (y que tanto bien le hacen a la Humanidad), y me resarciría del mal momento vivido en comunidad.
Y entonces pensé que, sin que sirva de precedente, el hambre posapocalíptica de los monstruos de la película debería haberse encarnado en la sala de cine y devorar sin anestesia ni juicio justo a los ruidosos cretinos de turno. Habría sido perfecto: traspasar la pantalla como en La Rosa púrpura de El Cairo (Woody Allen, 1985), y, mientras vemos como la familia protagonista de Un lugar tranquilo se las ingenia para sobrevivir dolorosamente a las amenazas, descubrir que, paseando entre las filas de butacas, los monstruos también se van zampando, uno a uno o por grupos, a los espectadores más ruidosos y cómo indultan a todos los demás, heroicos supervivientes conscientes de que el respeto por el silencio en el cine puede salvarte la vida.
“Vi ‘Un lugar tranquilo’ rodeado de terrícolas imbéciles, más pendientes de sus móviles, sus bromas hormonales y su voraz apetito que de lo que ocurría en la pantalla”.