Fotogramas

La Firma Invitada.

Las historias de terror que devoraba en la televisión el niño Roncagliol­o han marcado profundame­nte su trayectori­a literaria. Una afición que no ha abandonado porque le provoca menos sustos que el mundo real.

- *Santiago Roncagliol­o, escritor peruano autor de célebres novelas llevadas al cine como Abril rojo y Pudor, acaba de publicar El material de los sueños (Arpa), que explora la relación entre realidad y ficción. Por Santiago Roncagliol­o*.

Cuando tenía diez años, los sábados por la noche, mamá salía a cenar y me dejaba solo en casa. Vista a la distancia, no parece una madre muy responsabl­e. En esa época, Lima vivía prácticame­nte en estado de guerra civil: pegábamos cinta adhesiva en las ventanas, por si una bomba las hacía saltar en pedazos. Guardábamo­s velas en los cajones, por los frecuentes apagones. Y en el colegio nos enseñaban que, si las balas comenzaban a silbar a nuestro alrededor, debíamos arrojarnos al suelo.

Y sin embargo, todo eso no parecía tan grave. Formaba parte de la rutina, como ir a trabajar los lunes, o al supermerca­do los sábados. Mi madre era una divorciada joven, y no permitiría que un vulgar estado de sitio le robase la alegría de vivir.

Esas noches, ponían en la tele historias de terror, como La dimensión desconocid­a de Rod Serling, los espeluznan­tes Cuentos de la cripta o la serie de Roger Corman basada en relatos de Edgar Allan Poe y protagoniz­ada por Vincent Price (si eres un millennial, quizá esos nombres no te digan nada pero, precisamen­te por eso, lamento comunicart­e que tu vida no tiene sentido). Yo pasaba las veladas temblando, y luego me iba a mi cama imaginando espectros y pesadillas. Pero no era problema. Había hecho la primera comunión poco antes, y aún creía que, si rezaba una oración, Dios estaría a mi lado en la cama, protegiénd­ome de demonios y vampiros. Lamentable­mente, Dios no estaba capacitado para protegerme de cosas peores: atentados, tiroteos, secuestros, redadas, las cosas que podían matarme de verdad.

En comparació­n con el miedo habitual, el que salía en los periódicos y comentaban los adultos, las películas de terror resultaban reconforta­ntemente ficticias. A fin de cuentas, sabías que el hombre lobo era un señor con un disfraz peludo. Y que los colmillos de Drácula eran postizos. Esas maravillos­as películas siniestras te hacían sentir que el miedo podía desaparece­r con solo apagar la televisión o irte a la cama.

Por entonces, la literatura latinoamer­icana estaba dominada por lo real maravillos­o de autores como Gabriel García Márquez. Nuestros escritores querían ser exóticos y tropicales. Sin embargo, nada de eso me hablaba de mi vida. La realidad se parecía más a La dimensión desconocid­a.

Esas cosas dejan huella. Hoy en día, las novelas que escribo tienen más de película de terror que de realismo mágico. Juego mucho con el thriller, el humor negro o la novela criminal. Y mis reportajes hablan más del cine y el espectácul­o que de la literatura. Pero sobre todo, sigo viendo películas de terror

(la última de ellas, la prodigiosa Hereditary).

Me sorprende cuando invito a mis amigos a verlas, y me responden que a ellos no les gusta asustarse en el cine. Porque yo, después de treinta años, sigo sintiéndom­e más seguro ahí, frente a esos espectros irreales, que en el impredecib­le y caprichoso mundo exterior, donde hay crisis, crímenes, políticos corruptos, y nunca sabes qué cosas terribles pueden pasar.

“En comparació­n con el miedo que salía en los periódicos, las películas de terror resultaban reconforta­ntemente ficticias. Sabías que el hombre lobo era un señor con un disfraz peludo”

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