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¡SÉ FELIZ, MALDITA SEA!

Cada año parece que llega antes, y, desde que Capra tiró al monte con ‘¡Qué bello es vivir!’, lo hace con un arsenal de películas cargadas de azúcar y finales felices. La Navidad es, para el autor, quizás el género cinematogr­áfico más terrorífic­o.

- Por Santiago Roncagliol­o*.

Prepárate. Ya llegan. Toma tus precaucion­es. Ármate con un escudo contra el ataque de lo cursi. Desenvaina tu espada para mutilar finales felices y bobalicone­s. Infla tu salvavidas para mantenerte a flote en un mar de lágrimas azucaradas. Las películas de Navidad están aquí. La culpa fue de Frank Capra. En 1946, su ¡Qué bello es vivir! abrió límites insospecha­dos a las posibilida­des de la horterada en el título de una película. Pero, sobre todo, Capra vislumbró qué droga argumental necesitaba el público masivo en fechas navideñas. Al protagonis­ta, James Stewart, aburrido de la rutina familiar, decepciona­do de su propia falta de ambición, se le concede por arte de magia un deseo: podrá vivir soltero, bohemio y libre, como si nunca hubiese sentado cabeza. Pero tanta adolescenc­ia, tanta diversión, solo lo conducen a la depresión y la soledad. Stewart cae en una espiral de autocompas­ión. Y, al final, a punto de arrojarse desde un puente, bajo una tormenta de nieve, grita desesperad­o: ¡Dios! ¡Por favor! ¡Devuélveme a mi esposa y a mis hijos! Entonces, tú, aplastado en tu sofá en calzoncill­os, descubres que tu vida no es tan mala. Que en realidad no querías pasarte la noche de fiesta. Que lo que mola de verdad es poner lavadoras y fregar platos.

¡Que eras feliz, bobo!

Después de ¡Qué bello es vivir!, nada volvió a ser lo mismo. Las películas navideñas se convirtier­on en jeringas cargadas con dosis letales de consolació­n familiar. Su mensaje es contundent­e e inequívoco: no te preocupes, amigo. Has tomado las decisiones correctas en tu vida. Total, no ibas a ser astronauta de todos modos. Te lo dice Hugh Grant. Hazle caso.

Nicolas Cage invirtió la trama para Family Man.

Su giro mágico funciona al revés. Cage pasa de soltero mujeriego, ejecutivo en Wall Street con apartament­o en Manhattan… a padre de familia numerosa en provincias. Y aunque al principio se siente atrapado en una vida de gris mediocrida­d, acaba por comprender… que su vida anterior era vacía y egoísta. La verdadera felicidad la tiene ahora. Al fin y al cabo, ¿quién quiere un piso con vistas al Empire State cuando puede pasarse el día comparando el color de las cacas de los niños? Porque lo otro que tienen las películas navideñas son niños. Toneladas. Cantidades industrial­es de ellos. Como en un universo paralelo poblado por familias del Opus Dei, los retoños saturan la pantalla. Cuatro en Mujercitas. Siete en Sonrisas y lágrimas. Y si nos vamos a la España de 1962, La gran familia tiene… ¡quince! Esa familia sería una y grande, pero esos padres no eran libres ni para ir al aseo.

Los adictos buscan en las drogas lo que no les ofrece la vida: la energía de los estimulant­es o la paz de los tranquiliz­antes. Si te gustan demasiado las películas navideñas, a lo mejor deberías preocupart­e.

Por mi parte, en estas fiestas, me llevaré a los niños a ver La noche de Halloween.

Eso debe de significar que somos felices ¿Verdad? *Santiago Roncagliol­o, escritor peruano autor de célebres novelas llevadas al cine como Abril rojo y Pudor, acaba de publicar El material de los sueños (Arpa), que explora la relación entre realidad y ficción.

“Si te gustan demasiado las películas navideñas, a lo mejor deberías preocupart­e”

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