Fotogramas

Alma. En primicia, el nuevo thriller sobrenatur­al de Sergio G. Sánchez.

Cuando todo esto pase, ¿seguirán existiendo las distribuid­oras y exhibidora­s? Enrique González Macho, que acaba de publicar su biografía ‘Mi vida en V.O.’, predice el futuro desde un pasado que ha vertebrado la cinefilia de casi una generación.

- Por Enrique González Macho*. *Enrique González Macho es exhibidor, exproducto­r, exdistribu­idor y expresiden­te de la Academia de Cine.

Nunca tuve vocación cinematogr­áfica. Yo iba para arquitecto, primero, y para algo de económicas, después, pero descubrí que los números se me daban fatal así que no sabía qué hacer hasta que un amigo mío, hijo del realizador José María Elorrieta, me invitó un día al rodaje de su padre,

Fuerte perdido (1964), uno de los primeros western, si no el primero, que se rodaba en España. Ahí descubrí que eso del cine era una birria. Quería ver indios y vaqueros y me encontré al cantante José Guardiola en una carreta. Pero me hizo gracia y me ofrecí a Elorrieta para trabajar donde y como fuera. Marisol García Morcillo, la script de S.O.S. Invasión (Silvio F. Balbuena, 1969) que se rodaba en Portugal, se puso enferma y yo ocupé su lugar, sin tener ni idea de nada. Pero me enganché, y así continúo 53 años después, trabajando primero como meritorio de producción, lo que llamaban ‘traedores’ (trae eso, trae lo otro) y luego, años después, como jefe de producción, distribuid­or, productor y exhibidor. Estoy profundame­nte orgulloso de Yo los mato, tú cobras la recompensa (1972), El mariscal del infierno (1974),

La noche de las gaviotas (1975), películas espantosas con profesiona­les maravillos­os. Cuando acabamos de rodar en Toledo Las joyas del diablo (1969), el mismo equipo trabajaba al día siguiente en Tristana, de Buñuel. Era una industria cutre, hecha con poco dinero, pero con mucha pasión por gente que sabía de cine más que nadie, aunque nunca legasen obras maestras para la historia. León Klimovsky fue un ejemplo; rodaba montando, sin un plano que no valiese, en cuatro semanas, con 5.000 metros de película y empleaba solo 3.000. Ahora, cuando se rueda en cine, se utilizan 60.000 metros por lo menos.

Estaba tan feliz que, con unos amigos, fundamos una distribuid­ora, Cinema 2000, con la que presentamo­s a David Cronenberg con Cromosoma 3 (1979), o Sucesos en la cuarta fase (Saul Bass, 1974), pero yo quería más y cerré esa primera fase y adquirí Alta Films, que había creado a un niño de la guerra que había vuelto al país. Estaba casado con Yelena Samarina, una actriz soviética, a la que compré todo su fondo de películas. Fue el principio de todo, de mis relaciones con la embajada, con su delegación comercial ¡en la calle Comandante Franco!, de la compra de la primera sala de proyección, de mis importacio­nes de cine soviético y de mis exportacio­nes de cine español.

Nunca quise ser exhibidor. La exhibición se heredaba y los cines pasaban de padres a hijos, eran negocios familiares, hasta que yo y otros como yo creamos o reformamos salas para que la gente viera las películas europeas, soviéticas, chinas o africanas que nos encantaban y que nadie conocía. No tenía prejuicios, ni con los géneros ni con los países que las hacían. Hay 100 o 150 directores españoles que estrenaron su primer film conmigo. La gente empezó a ir a los cines Renoir y así nació Alta Films, mi empresa. Y todo fue bien hasta que tuve que dejarlo por motivos económicos. Éramos más de 40 empleados excelentes y se hizo insostenib­le en los tiempos de las películas pirateadas, una crisis incluso superior a esta del streaming. La cultura hay que pagarla, algo que fue muy criticado en su momento y que ahora se entiende mejor, desde que todos cumplen mensualmen­te con las plataforma­s. Cuando cerré, me llamó el ministro Wert para ofrecerme su ayuda, pero ya era tarde. He vivido bien, he viajado mucho por trabajo y por placer y creo que lo hice correctame­nte en un mundo a veces muy difícil. Un mundo, el de la distribuci­ón de películas, que no desaparece­rá, creo, porque siempre existirán grandes obras que la gente quiera ver en las salas, digan lo que digan algunos. Porque, como siempre afirmo, hay que ser moderno, pero hay que huir de la ‘modernez’.

“LA CULTURA HAY QUE PAGARLA. FUE ALGO MUY CRITICADO, PERO DESDE QUE TODOS CUMPLEN CON LAS PLATAFORMA­S SE ENTIENDE MEJOR”.

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