El bisturí teléfilo
TOXICIDAD EN SERIE
En 2016 Javier Grillo-Marxuach, veterano de series como Perdidos, publicó en su página web un largo artículo titulado The Eleven Laws of Showrunning, donde condensaba su experiencia en la televisión de Estados Unidos. Grillo-Marxuach forma parte del selecto grupo de showrunners, los guionistas y productores ejecutivos que llevan las riendas creativas de las series en aquel país. Pero su texto iba a contracorriente y señalaba una realidad preocupante: la producción de series estaba marcada por el culto a la personalidad sobre la profesionalidad y la tolerancia hacia el comportamiento tóxico.
Mientras fueran eficientes, algunos showrunners podían pasarse décadas exhibiendo comportamientos abusivos y ser recompensados tanto en términos económicos como de prestigio.
El problema no eran personas concretas, sino el sistema que lo toleraba.
El tupido velo empezó a caer con el movimiento #MeToo, no tanto después de que los ‘hombres difíciles’ al frente de las series fueran glorificados en un libro con ese título. Pero sus víctimas no eran solo mujeres: el protagonista de MacGyver Lucas Till afirmó que el trato que recibía del showrunner Peter Lenkov le hizo considerar el suicidio. El caso más doloroso ha sido el de Joss Whedon, creador de Buffy, cazavampiros y la figura más mitificada entre todos los showrunners. En medio de las denuncias públicas de varias actrices, uno de sus colaboradores en la serie Firefly, el escritor Jose Molina, ha recordado en su cuenta de Twitter el gusto con el que Whedon hacía llorar a mujeres guionistas durante las sesiones de notas. Todo mientras era llamado por la prensa ‘feminista’. Y es que colocar a creadores en el centro de procesos de producción muy complejos, endiosarlos y dejarlos sin apenas supervisión tiene un coste demasiado alto.