La cripta embrujada
AUTOS LOCOS
Pertenezco a la selecta y cada vez más escasa minoría de seres humanos que ni tienen ni quieren sacarse el carné de conducir. Mi interés por los automóviles es testimonial. Me gustan las persecuciones de coches en películas y series. Pero no sería capaz de reconocer ni decir el nombre de un modelo concreto, actual o de época, aunque me estuvieran metiendo astillas entre las uñas. Esa es la prueba definitiva del genio de David Cronenberg, quien con Crash (1996) –que reedita A Contracorriente acompañada por magníficos extras, incluyendo varios cortometrajes del director–, es capaz de ponerme cachondo como una perra en celo.
Algo de culpa tiene también un reparto de ambos sexos tan atractivo como inquietante: de la torva lascivia canalla y sociopática de Elias Koteas a la gelidez escultural de Deborah Kara Unger y James Spader, pasando por la disimulada sensualidad de Holly Hunter para eclosionar con el intenso erotismo perverso de Rosanna Arquette. Agitados y revueltos sus cuerpos y almas –que no tienen, es por decir algo–, semidesnudos entre amasijos de metal y plástico, neumáticos, asfalto caliente, cicatrices y aparatos ortopédicos, se nos aparecen como una celebración nihilista, sin moral, complejos ni sentimentalismo alguno, de las bodas entre Eros y Tánatos en mitad de la autopista sin retorno del tardocapitalismo posindustrial occidental.
Quizá sea Crash una sutil sátira del enfermizo rumbo de nuestra tecnófila sociedad narcisista, a través de su principal vehículo de expresión: el automóvil, mecánico símbolo consumista del poder individual… y causa de más muertes que todas las guerras y pandemias del siglo XX. Puede que sea, como gruñen sus detractores, pura pornografía fetichista decadente (ojalá). O tal vez se trate, simplemente, del mejor anuncio de coches de la historia para quienes no sabemos conducir.