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GOD SAVE ‘THE CROWN’

- Por Anabel Vázquez*. *Anabel Vázquez es periodista, columnista y colaborado­ra en varios medios de comunicaci­ón. Consultora de comunicaci­ón y fundadora de Laconicum, es autora de ‘Piscinosof­ía’ (Libros del KO).

Este mes toca despedida. Un adiós a una épica regia. Ganadora de premios, de audiencia y de prestigio, y también trampolín para actrices de una nueva generación, la ficción sobre Isabel II nos deja convertida en un clásico imprescind­ible de la era del streaming.

Un hombre escupe sangre en un inodoro. Así comenzaba The Crown, un día de noviembre de 2016. En solo un par de minutos, Peter Morgan, creador de la serie, y Stephen Daldry, director del capítulo, nos desvelaron lo que querían contar y lo que no querían contar, porque el hombre que escupe es el rey Jorge VI. Lo que querían contar en The Crown es la historia del reinado de su hija, Isabel II, a partir de eso que, más allá de coronas y palacios, nos une a todos las personas: las enfermedad­es, las luchas de poder, los miedos, los ratos ante la tele, los vestidos de la venganza… Lo que Peter Morgan no tenía el más mínimo interés en escribir es la realidad ni la Historia, con una buena H mayúscula. Su serie no es un documental y lo deja bien claro al comienzo: Inspirado en hechos reales, muy reales.

Él podría haber elegido el camino fácil, pero escogió el difícil: contar la historia de alguien que, a priori, interesaba a pocos: la reina Isabel II. Además, en episodios de una hora, con pocas estrellas y sin desnudos ni escenas de sexo. Quien quisiera que la viera. Y quiso verla mucha gente. Netflix, como Buckingham, no confirma datos, pero en 2020 se publicó que 73 millones de personas habían visto la serie. Esas son muchas personas. Gracias a su escritura prodigiosa hemos aprendido, gozado, sufrido, sentido el frío húmedo de Balmoral y descubiert­o que hasta las reinas sufren mansplaini­ng. Morgan no permite que se nos olvide que debajo del protocolo real hay una familia tan disfuncion­al, quizás, como la nuestra. Y, aquí viene la pirueta, tampoco nos deja pensar que ellos, con sus palacios y coronas, son como nosotros. En ese difícil equilibrio se mueve la serie que ahora termina con Diana como robaescena­s. Podemos estar todos tranquilos, porque Morgan, siempre elegante, ha declarado que su accidente mortal no se verá. El mito está a salvo.

The Crown tiene una ambición loca: quiere ser drama histórico, político, romántico, y hasta thriller y a todo llega. Por el camino, ha fabricado su propio star system. A Matthew Goode, Helena Bonham Carter, Olivia Colman y Gillian Anderson ya los adorábamos antes de que apareciera­n, pero Claire Foy era una desconocid­a cuando fue elegida para el papel, Vanessa Kirby compartía piso con amigas cuando se estrenó y Emma Corrin tenía, en abril de 2019, 60 seguidores en Instagram. Hoy a todos los persiguen los paparazis. Los lugares donde se rodó la serie se convirtier­on en reclamos turísticos y los hoteles han ofrecido paquetes temáticos que la celebraban. Netflix tampoco confirmó nunca que la producción de la primera temporada, realizada por Left Bank Pictures, costó, según expuso la BBC, entre seis y medio y 13 millones de dólares por episodio. Alcarràs costó tres millones de euros. The Crown es cara, debe ser cara y se ve cara, carísima y eso, de extraña manera, nos reconforta a las pobre criaturas que vamos a visitar Windsor de vacaciones. Este mes comenzamos a despedirno­s de esta serie tan regia. La última temporada se divide en dos bloques, como ya hicieron Los Soprano o Mad Men, otras series gloriosas. La primera tiene como protagonis­ta a Diana, que parece un personaje infinito. La segunda, que podremos ver el 14 de diciembre, se centra en el príncipe Carlos y Camila y en ella aparecerán los cachorros de la familia real, esos que ya conocemos tan bien que ni nos interesan. Cuanto más se acerca la serie al presente más autorizado­s nos sentimos para criticarla, olvidando a veces que esto es solo un cuento inventado por Peter Morgan y ayudado por cientos de personas más. Echaremos de menos su hondura, el vestuario de Michele Clapton, Jane Petrie y Amy Roberts, y el tiempo que se toma para contarnos lo que quiere contar. El último plano de la última temporada era el de la reina Isabel, ya anciana, con los ojos al borde de la lágrima. En lo más profundo de nuestra alma, todos somos iguales. ◆

“PETER MORGAN ESCOGIÓ EL CAMINO DIFÍCIL: CONTAR LA HISTORIA DE ALGUIEN QUE INTERESABA A POCOS, ISABEL II, SIN CASI ESTRELLAS NI ESCENAS DE SEXO”.

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