Fotogramas

TAN MÁGICA, TAN NORMAL

El documental ‘Marisol, llámame Pepa’ de Blanca Torres, que pasó por el Festival de Málaga y se estrena este mes, recupera a una figura sobre la que reflexiona nuestra cronista.

- Por Anabel Vázquez*. *Anabel Vázquez es periodista, columnista y colaborado­ra en varios medios de comunicaci­ón. Consultora de comunicaci­ón y fundadora de Laconicum, es autora de ‘Piscinosof­ía’ (Libros del KO).

Marisol azafata. El verano de Marisol. Así se titulan dos de las joyas de mi biblioteca. Ahora miramos con condescend­encia a las influencer­s que escriben libros, pero en el año 65, Josefa Flores González, Pepi, Marisol, Pepa contaba con un marketing y un merchandis­ing que ya quisiera Rosalía. Faltaban años para que se le llamara así, entonces se hablaba de promoción, y a la actriz y cantante nunca le gustó, aunque se pasó media vida cumpliendo con ella. No sé si en su casa de Málaga conserva algún libro de esta colección; de vez en cuando los hojeo y en ellos encuentro palabras en desuso como ‘sabihonda’ y nombres algo démodé como el mío, Anabel.

Pepa Flores fue una rareza. No ha vuelto a existir en este santo país un mito con semejante arco vital y profesiona­l. Pasó de ser una estrella infantil y preadolesc­ente del franquismo a una mujer combativa y comunista en democracia, de alguien con la vida controlada por una industria de hombres a una mujer libérrima, de alguien ubicuo a alguien evasivo. Siguiendo su rastro, viendo sus películas y escuchando sus palabras se entiende bien la historia de medio siglo XX español y de la evolución de las mujeres en él. El documental Marisol, llámame Pepa, de Blanca Torres, que pasó por el Festival de Málaga y se estrena este mes, recupera una figura que siempre ha intrigado; la conocemos y la desconocem­os, como ocurre con los verdaderos mitos.

Era demasiado moderna para la época, para todas las épocas en las que estuvo expuesta al público. Cuando decidió dejar atrás el Marisol para recuperar el Pepa, el fotógrafo César Lucas creó una serie de imágenes que retrataban su nueva etapa. En ellas se concentrab­an todas las tendencias: el flower power, las minifaldas a lo Twiggy, los estampados Pucci, el cuerpo bronceado o la tripa al aire. De la misma forma que las niñas de los 60 podrían seguir su estilo, las mujeres de los 70 no lo tenían tan fácil porque siempre fue más avanzada que la mayoría. Parecía una actriz de la Nouvelle Vague; de hecho, llegó a rodar con Jean Seberg.

No era fácil ser Pepa Flores. Esa libertad al vestirse, peinarse y maquillars­e fue siempre un reflejo de su personalid­ad disciplina­da, pero sin pizca de sumisión. Y todo eso reventó tras su matrimonio con Gades, a quien conoció una noche en su pizzería Casa Gades, tras salir del Teatro Marquina. Una ruta por el Madrid de Marisol tendría que comenzar en Conde de Xiquena, 4, donde estuvo ese local en el que dicen, la cantante y el bailarín se enamoraron al verse. También debería pasar por María de Molina, 5, donde vivía con Goyanes. Pero no nos despistemo­s, con Gades, Pepa Flores se convirtió en activista, asistía a mítines como una más y pedía que no la llamaran Marisol, que ella solo era una compañera, una ‘obrera de la cultura’. En una época en la que significar­se políticame­nte era anatema, ella hizo lo que le dio la santa gana y esa libertad se usó en su contra. La niña que encandilab­a a todo un país ya ni era niña ni tenía intención de caer bien a todo el mismo. Su imagen, con el texto “Por el comunismo es por lo único que vale la pena luchar y morir”, extraída de unas declaracio­nes a una revista, está colgada en las paredes de la Taberna Garibaldi, en Lavapiés. El mito sigue ahí porque los mitos ni se crean ni se destruyen, si acaso se transforma­n. Ella se transformó.

Llamar a Pepa Flores la Greta Garbo española es tan fácil como erróneo. La actriz sueca no se recluyó en casa cuando se retiró del cine: se paseaba a sus anchas por Nueva York, visitaba galerías de arte e iba de vacaciones donde le apetecía. Pepa Flores tampoco se encerró entre cuatro paredes con las persianas bajas a los 35 años, cuando decidió retirarse de la vida pública. No hay conspiraci­ones. Ambas decidieron, en un momento de su vida, alejarse de un mundo lleno de fuegos artificial­es y acercarse a otro, más íntimo. La cantante Amaia cuenta, en Marisol, llámame Pepa,

un encuentro reciente con la artista. Subió a su casa y la vio

tan mágica, tan natural.

En otro momento del documental la propia Marisol declara:

Me gustaría incluso que se olvidaran de mí. Que me olviden.

Ella debe saber que eso es imposible. ◆

“PEPA FLORES FUE UNA RAREZA. NO HA VUELTO A EXISTIR EN ESTE PAÍS UN MITO CON SEMEJANTE ARCO VITAL Y PROFESIONA­L”.

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