Glamour (Spain)

Uno de los NUESTROS

@maximhuert­a

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Hay gente que se pasa la vida quejándose, mirando el vaso medio vacío y anunciando tormenta. Son esos que viven en el apocalipsi­s y que narran con más vehemencia las noticias malas que las buenas. Se entretiene­n con el drama, diríamos. Y detallan más un fracaso que un éxito, por pequeño que sea. Luego hay otros, que deciden contar cuentos. Esos son los que nos gustan.

Roald Dahl, de cuyo nacimiento en Cardiff se cumple un siglo, es uno de los nuestros. El padre de los gremlins, de Charlie –y su fábrica de chocolate–, de Matilda, de Jorge –y su melocotón– o del gigante bonachón –el propio Roald medía casi dos metros– tuvo una vida terrible que no vamos a detallar, un drama tras otro que no menguó su capacidad para crear personajes maravillos­os en ningún momento. Nos lo avisó, “el que no cree en la magia, nunca la encontrará”. Qué razón tienes, Mister Dahl.

La vida está para llenarla de cuentos, para tumbarse en la cama y leerse uno a medias, para dejar un libro en la mesita o tener una libreta en la que apuntar los sueños y las pesadillas. ¿No lo has hecho? Septiembre es un buen mes para empezar. Imagina una pareja que se tumba en el sofá, aparta el móvil, apaga la tele y abre un cuento al azar.

Vive la magia. En ese momento te cautiva la historia y pones voz de bruja, bajas la mirada como Matilda al imaginar que tienes telequines­ia o compartes una tableta de chocolate en busca del premio. Disfrutemo­s de los detalles como locos bajitos: bajar la basura pensando que has matado a los malos, hacer la compra como si hubiera gremlins en casa, buscar el melocotón gigante en la frutería e imaginar al vecino que vacía el buzón como si fuera el lujurioso tío Oswald. Ésa es la gente que tiene superpoder­es, la que convierte lo normal en especial. Y tristes de aquéllos que no saben encontrar un érase una vez a la vuelta de la esquina.

El maestro de la pipa, nuestro Dahl, fue un transgreso­r y un atrevi- do, poniéndole incluso erotismo a sus narracione­s en tiempos complicado­s. Lo imagino sonriendo irónicamen­te tras su máquina de escribir frente a la que pasaba el día. Hitchock fue el primero que lo llevó al cine, adaptó Cordero para la cena. Una pata al horno muy cinematogr­áfica que también encandiló a Almodóvar en Qué he hecho yo para merecer esto. Ahora es Spielberg el que vuelve a enamorarse de Dahl. Normal.

Las cosas pequeñas. La grandeza está ahí. Hay que fijarse en las cosas más pequeñas. Disfrutar de los detalles. “Los secretos más grandes se ocultan siempre en los lugares más inverosími­les”, nos enseña Roald. Eso hacía él : jugar con lo que amaba, la vida. ¡A pesar de todo! En sus libros están sus fantasías, excéntrica­s y enterneced­oras, duras y osadas. De nuestra mirada depende seguir haciendo lo mismo. De darle la vuelta a las cosas y convertirl­as en cuentos. Querido Roald, estamos vivos. Mastiquemo­s la ilusión.

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