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La tenista japonesa Naomi Osaka alcanzó la fama por batir a Serena Williams con 17 años en el Open de Estados Unidos. Con 21 años, y con la vista puesta en las Olimpiadas de 2020 en Tokio, tiene una cosa clara: su mejor ace está por llegar.
Los saques de Naomi Osaka salen disparados a 200 kilómetros por hora. Es muy loco: es el doble de la velocidad que un leopardo adulto puede llegar a alcanzar cuando persigue a una gacela por la sabana. O la ráfaga de aceleración de un Bugatti Veyron. Asistimos a un día cualquiera de entrenamiento de una de las mejores tenistas del mundo. El sol brilla en California y las gotas de sudor resbalan por mi frente. La piel color terracota de Osaka emite destellos como de superheroína. Sus rizos flotan como un halo bizantino, mientras mi pelo se va humedeciendo gradualmente. Naomi devuelve cada pelota que le lanzan con un enérgico golpe, como si la hubieran ofendido personalmente. Las bolas desaparecen al otro lado de la pista, como avergonzadas y tristes. Observo el espectáculo desde un banco sentado junto a Abdul Sillah, su preparador físico. Un hombre cuyos músculos tienen sus propios músculos y cuya voz es tan dulce como una chinchilla envuelta en algodón egipcio. Sillah se refiere a Osaka como “la asesina con cara de bebé”. La miro y da la sensación de que está muy, muy aburrida, como lo estaría una chica normal de 21 años en una sesión de entrenamiento de tenis.
Cuando Sillah entrenaba a Serena Williams le puso el apodo de The Closer porque la furia que corría por sus venas para ganar los partidos no se interrumpía desde el momento en que pisaba la pista hasta que subía al podio. Naomi es diferente. Nada en ella te alerta de que existen varias reservas de rabia burbujeando bajo la superficie de su piel. Y cuando te quieres dar cuenta, te ha lanzado una bola a 200 km/h. Debería haberme preguntado por qué se habla tanto de las tenistas femeninas en términos de violencia, mientras que de los tenistas masculinos la gracia de sus movimientos se describe con palabras como poderoso, elegante, resistente, fino o inteligente. No me había parado a pensar en lo injusto que es el vocabulario. En sus 21 años, a Osaka la han entrevistado más veces que a la mayoría de sus colegas adultos, y ya ha perdido la cuenta de todos los partidos de tenis que ha jugado. Sin embargo, ningún rival puede anticipar desde el otro lado de la red cuál será el siguiente movimiento de esta tenista portentosa.
Después del entreno vamos a un restaurante de moda en Venice. Naomi se ha quitado la ropa de entrenar y se ha puesto la de atleta –una camiseta con el color de mil soles brillantes y unos leggings negros–. Sobre sus hombros cae una enorme nube negra de rizos con las puntas de color caramelo. Entre nosotros hay una pizza de cordero que instantáneamente gana el título de la mejor comida consumida últimamente por Naoimi Osaka. ¿En segundo lugar? “También pizza, pero en el distrito de Shibuya, en Tokio”.
Osaka nació en Japón. De madre japonesa y padre haitiano, su familia se trasladó a Long Island, Nueva York, cuando ella tenía tres años. A los 15 participó en su primer
partido de clasificación para la Women’s Tennis Association (WTA). Cinco años y numerosos partidos después, la WTA le otorgó el Premio Debutante del año. Dos años después, en un partido marcado por la controversia, derrotó a Serena Williams y ganó su primer Open de Estados Unidos. Mientras recogía el trofeo no pudo evitar llorar. En 2019 ha ganado el Open de Australia. Y en el horizonte ve las Olimpiadas de Tokyo 2020. Todos los fans del tenis –y yo– nos hacemos la misma pregunta: ¿para qué país competirá Naomi en Tokyo 2020? La tenista, que tiene doble nacionalidad, ha jugado para Japón en los WTA, pero vive en Estados Unidos. Ella asegura que su intención es “jugar para Japón”. Habla inglés y japonés con fluidez, aunque en las ruedas de prensa tras los partidos contesta en inglés a las preguntas de la prensa japonesa. En Japón, Naomi es Lebron James: la siguen hordas de admiradores. En América es Naomi Osaka: una
tenista de 21 años que conoce a Lebron James, quien es fan de Naomi Osaka. Da igual en qué país juegue, hay algo en ella que es claramente binacional, un factor X que le hace querer a dos culturas salvajemente diferentes.
La forma en la que Naomi Osaka interactúa con otras personas es tan inescrutable que no existe una palabra en inglés para definirla. Lo más cercano sería Naomi-bushi –el kanji-bushi describe la forma específica de hablar de los guerreros samuráis–. Habla en un tono bajo, muy lentamente, pronunciando deliberadamente cada sílaba antes de dejarla escapar de su boca como una pompa de jabón. “Sé que la gente piensa que mi forma de hablar es un poco extraña. Pero hay muchos tipos diferentes de personas, así que creo que todo es cuestión de percepción.” Su sentido del humor es espontáneo y natural: la forma en que señala un trozo de pizza en lugar de preguntar si puede comérselo. O su manera de describir como “nada aterrador” el videojuego The Elder Scrolls V: Skyrim, uno en que una araña gigante tortura a un hombre (“para mí es todo cuestión de percepción”). O el modo en el que responde a una pregunta bastante banal sobre el partido más salvaje de la historia, en el que derrotó a una contrincante mucho mayor. Naomi tenía 14 o 15 años cuando la emparejaron para jugar un partido con una tenista que tenía reputación de no ser muy buena en su deporte. La veterana acabó hecha añicos por la que sería la estrella del futuro. “Era tan mayor como mi abuela”, recuerda. Fue tan fácil ganarle que Naomi incluso rompió a reír durante el partido.
Al igual que Naomi Osaka, el tenis es emocionante de ver pero imposible de entender por completo. Ni ella, ni su agente de prensa, ni la esposa de éste –que nos acompaña en la comida– son capaces de responder a mi pregunta: ¿por qué el sistema de puntuación no tiene sentido? Naomi mira a su agente de prensa, que mira a su esposa, que mira a Naomi. “¿Tendrá algo que ver con el francés?”, pregunta su agente en voz alta. Nadie contesta. Naomi me mira. “¿Tú lo sabes? Yo no.” El sistema de puntuación del tenis va en contra de la lógica. Comienza con palabras (“cero”). Luego pasa a los números: 15, después 30, y justo cuando pareces haber pillado la secuencia –sumando de 15 en 15–, pasa a 40. Y al final, cuando le has pillado el truco a los números, vuelve a las palabras: “Dos”, “Dos”, “Ventaja”. Hay quien dice que la puntuación se originó a imagen de los cuadrantes de un reloj analógico, y que el 45 se redujo a 40 como guiño al sistema vestigial de los monjes que inventaron el juego. Pero la realidad es que las manecillas del reloj no se introdujeron hasta casi un siglo después de que aquellos monjes inventasen el tenis. También existe la leyenda de que los jugadores del jeu de paume –el juego de la palma– comenzaban los partidos en extremos opuestos de una cancha de 90 pies y avanzaban 15 pies por cada punto ganado.
Actualmente Naomi ocupa el cuarto lugar en el ranking mundial de la WTA y afronta el futuro con cambio de entrenador. Aunque reside en Florida, la tenista confiesa que una de sus obsesiones es la ciudad de Los Ángeles. Y cuando entrena allí, como ahora, puede machacar la red mientras escucha el canto de los pájaros desde su cancha de tierra batida, situada en un patio trasero cerca de Calabasas.
La primera vez que Naomi cogió una raqueta tenía tres años. Emulando a Richard Williams –el progenitor de Venus y Serena–, el padre de las Osaka decidió que sus dos hijas también serían leyendas del tenis. La hermana mayor de Naomi, Mari, hizo su primera aparición en el WTA durante el Open de Miami el pasado marzo. Ahora la vida de Naomi transcurre entre trofeos, promociones y portadas de revistas. Y el deporte también se ha cobrado un precio físico. “Me levanto por la mañana y me crujen todos los huesos”, dice medio riéndose. “No creo que sea normal.” Naomi no considera que sea mejor jugadora que otros tenistas de su nivel: “Llega un punto en el que ganar no es cuestión de talento, ni de potencia, ni de agilidad. La clave es desear la victoria más que nadie”, dice. “Es algo que entendí desde pequeña, por fortuna. He crecido con esa mentalidad. Mis padres no eran ricos, ¿qué iba a hacer?”, continúa, “llevo jugando al tenis toda la vida y no puedo imaginarme haciendo otra cosa. Así que tengo que ser la mejor o seré una sin techo”. ¿Entonces sientes que te hayan impuesto este camino? Naomi se queda callada. “¿Quién? ¿Mis padres?” Mira su trozo de pizza –probablemente la mejor pizza que ambos hemos probado– y pienso en que su reacción es encantadora. “Tal vez al principio sí, supongo que me dieron un empujón. Pero cuando crecí empecé a tener sueños que realmente quería alcanzar.” Los sueños pueden cumplirse y ahora los Opens se extienden ante ella como kilómetros y kilómetros de cancha dura y exigente que llegan hasta donde alcanza la vista.