EL NO OS HARÁ LIBRES
Crecí escuchando que el NO me haría libre. “Hay que saber decir que no” era una consigna de autoayuda tan popular en mi infancia como lo es actualmente el clásico neoliberal de “persigue tus sueños”. Y yo era una niña muy tímida, alguien que podría haberse definido, precisamente, por lo difícil que le resultaba ese concepto, de manera que me sentía parcialmente fallida como proyecto de ciudadana, cobarde, apocada y un mal ejemplo para mi género, porque claro, al parecer, las que más enérgicamente teníamos que aprender a decir que no éramos las mujeres. Esto era, en verdad, lo que se decía y se opinaba por ahí –en la radio, en la peluquería, en las conversaciones de mi madre y sus amigas…–, pero en mi experiencia cotidiana recibía señales contradictorias cada vez que se me recompensaba por ser precisamente como era: amable, complaciente y, sobre todo, silenciosa. Me tenían por una buena niña porque escuchaba y dejaba hablar a los mayores. Y como me gustaban los refranes, yo para entonces ya sabía que quien calla, otorga, así que decidí repetir mi particular fórmula del éxito a discreción. Asentir me trajo cosas buenas. Aceptación familiar en la infancia y drogas en la adolescencia. Cuando a los 24 años grité por primera vez que NO de forma enérgica, el hombre desnudo que tenía encima por poco me rompió un brazo, y aunque al final logré escabullirme, aquella experiencia solo multiplicó mis dudas sobre la capacidad emancipadora del NO. Al fin en el año 2017, a punto de cumplir los treinta y mientras España entera debatía si la parálisis disociativa de la víctima de una violación múltiple podía ser interpretada como aquiescencia y en los portales de empleo se ofrecían contratos de prácticas sin remunerar y se defendía el derecho de las mujeres a alquilar sus úteros libremente, comprendí lo que siempre había intuido: que nos habían contado la historia al revés. Que hay proposiciones, ofertas, preguntas y peticiones tan indecentes que jamás deberían formularse porque, sin coacción de por medio, solo admiten negativas, y entonces, ¿para qué formularlas? Que nadie tiene derecho a pedirnos lo imposible dejando la responsabilidad del NO en nuestras manos y que, al cabo, la verdadera libertad, la más utópica, residiría en no tener que utilizar jamás esa palabra. Jamás la palabra NO.