OTROS DESTINOS
Deja que Bali te cambie la vida.
Es curioso cómo nuestra mente se las ingenia para construir imágenes de lugares en los que nunca hemos estado. Y, sí, por alguna extraña razón, nuestro disco duro transportaba, desde vaya usted a saber cuándo, varios gigas de la exótica Bali que, ya sobre el terreno, resultaron pura fantasía. Porque si lo que pretendes de esta isla-provincia de Indonesia, límite entre el mar de Java y el océano Índico, son alucinantes playas de cocoteros inclinándose sobre aguas esmeralda… te has equivocado de avión. Como intuimos que lo de eyectarte a más de diez mil metros sobre Faluya te da mal rollo (la próxima vez empieza a leerte la guía una semanita antes), procederemos ahora a conducirte por la senda de la verdad. Una absoluta y emocionante verdad rica en espiritualidad, sensualidad y belleza (sobrenatural por momentos).
Si la aproximación al aeropuerto de Denpasar de nuestro Boeing 777 de KLM resulta de lo más excitante –transcurre a poquísimos metros sobre el mar hasta que la pista, gracias sean dadas a todas las deidades hinduistas, decide materializarse en el último instante–, no menos lo será la llegada a nuestro destino final: el Belmond Jimbaran Puri, un muy exquisito hotel de acogedoras cabañas y villas de auténtico lujo (insistimos: auténtico) perdidas en un jardín tropical cincelado entre templetes, fuentes, estanques y canalitos en los que florece el loto. ¡Hemos llegado! Atrás quedan –Ámsterdam mediante– más de 20 horas sobrevolando el planeta y nada mejor para plantarle cara al jet lag que lanzarse a la piscina de nuestra villa privada. Los geckos cotillean nuestra llegada con sus llamativas onomatopeyas casi humanas. La temperatura es deliciosa. Las estrellas del hemisferio Sur brillan más que nunca. Sí. La vida es bella. Hora de dormir. Mañana comienza la gran aventura por la exuberante y deliciosa Bali.
Primer día. Tras un sofisticado, a la par que saludable, desayuno junto a un estanque de nenúfares y libélulas madrugadoras, tonificamos cuerpo y mente con una reconfortante clase de yoga y meditación. Entre las muchas actividades sugeridas por el Belmond Jimbaran Puri esta es una de las preferidas por los clientes, sin hacer de menos a los masajes balineses, las clases de danza tradicional, las de cocina local o las visitas al mercado del pueblecito de pescadores que colinda con el hotel.
Con el modo open mind activado, nos lanzamos a la conquista de esta isla de 145 kilómetros de largo por 80 de ancho. No es un isla enorme, pero conviene mentalizarse de que sus carreteras suponen un viaje a ese pasado en el que las vías eran angostas, ricas en curvas y de dos sentidos. Tras una buena dosis de paciencia llegamos a la pintoresca localidad de Ubud, sede del Palacio Real y que alberga un fascinante mercado local; con paciencia y buen ojo, más allá del souvenir hortera made in China, se encuentran cosas bonitas: artesanía, telas, joyas…
La tentación de redecorar tu casa con los fantásticos muebles balineses –hay un taller cada 500 metros– se verá frustrada en cuanto alguien te diga lo que cuesta alquilar un contenedor; eso sí, bien planificada y compartida con tres o cuatro amigos, la operación puede salir redonda.
El hermoso palacio de Ubud, con su barroquismo indonesio, sus increíbles techos de paja y su infinidad de ornamentos y grabados primorosos sirve de ejemplo, literalmente, para el resto de maravillas que la isla esconde. Barroquismo en pluscuamperfecta armonía debemos añadir. Normal, los cientos de miles de pequeños templetes con ofrendas que dominan la isla… en cada casa, en cada negocio, en cada camino… debe de hacer que los dioses que allí habitan estén más que contentos. De ahí esa paz y tranquilidad que envuelven a Bali.
Segundo día. Tras un estimulante chapuzón matinal en la piscina infinita del Belmond Jimbaran Puri –mejor que en el
mar: turbio en el sur y de oleaje intenso en el norte (perfecto, eso sí, para surfear)– ponemos rumbo al monte Batur, con sorprendentes altos en el camino. La primera nos detiene frente a una frondosa pared de piedra con una cueva de escalofriante contenido. Estamos en Goa Lawah (cueva de los murciélagos) y sí, de repente entendimos a la pobre Kate Capshaw de Indiana Jones y el templo maldito. Nuestro arrojo tiene un límite, el suficiente como para acercarnos a 10 metros de esta cueva en la que miles de murciélagos realmente grandes hacen tiempo hasta la caída de la noche. Gritan, se pelean y alguno que otro pierde roca y revolotea hasta dar con otro centímetro cuadrado. Enormes y pestilentes. Nada que afecte a los devotos balineses que aguardan ser bendecidos por la sacerdotisa de este templo.
Recompuesto el estómago continuamos por perfectos campos de arroz, la mayoría en terrazas sobre pendientes; ingeniería ancestral de barro y cañas. Llegamos a Tirta Gangga, un refinadísimo Versalles acuático que habla de cuán exquisito y sofisticado es el pueblo balinés. De ahí al Templo Madre de Besakih, el más grande y sagrado de la isla, un santuario con otros 22 templos interiores que rinde pleitesía a la armonía del universo y a la trinidad hindú: Shiva (el destructor), Brahma (el creador) y Vishnú (el preservador). Vestirse ad hoc con el sarong (o pareo) para entrar en los templos, además de obligado, resulta divertido. Plenos en paz interior, avanzaremos hasta las faldas del monte Batur, majestuoso volcán dormido de 1.717 metros. Las brumas de la cumbre, las hogueras de los campesinos diseminadas entre los campos de arroz y una buena representación de la variada cocina local –pescados, verduras o carnes suelen servirse acompañados de arroz y salsas de intensos y sugerentes sabores– completan otro día perfecto.
La última jornada en Bali, antes de volver a la cabina business de nuestro 777 de KLM, nos depara el perfecto regalo final: el templo de Tanah Lot (tierra en el mar), un orgulloso santuario hinduista erigido en un peñasco azotado por el oleaje. Los espíritus guardianes del mar moran en él y desde allí vigilan que las bestias marinas no perturben la paz de la superficie.
Bali te cambia porque obliga a relativizar nuestro estrés occidental y a reconectar con nuestra esencia. Una isla amable. Protectora. Única.