¡PERILLAS NO!
(BUENO, ÉL SÍ PUEDE)
Hay cosas que nunca jamás deberían volver, como las hombreras, el pelo cardado o la frase "en fin, Serafín". Son paradigmas superados que tuvieron sentido en un espacio y tiempo determinados pero que hoy día nos hacen reparar en que alguna vez fuimos (muy) mortales y en que, de existir vida en galaxias muy lejanas, seguramente nuestra especie no fue la mejor de la clase. Un ejemplo más de esto, y puede que el más sangrante de los enumerados, es la perilla. Chivitas ha habido siempre y algunas bastante insignes, como las de los mosqueteros, los comunistas rusos de principios del siglo XX o la Monalisa de Duchamp, pero si tenemos que apelar a barbascandado –así las llaman en Latinoamérica– que nos toquen de cerca, es inevitable retrotraerse al Mundial de fútbol de EE UU 94, donde casi toda nuestra plantilla se la dejó crecer a modo de corajuda consigna. El balance de aquella cita fue la salida por la puerta trasera en cuartos y nariz rota de Luis Enrique a manos (o mejor, acodo,de Tassotti). Pagaron justos por pecadores, y es que el entrenador y triatleta asturiano era de los pocos lampiños de la expedición. Aun así (y aunque condenaremos siempre la violencia y aquel embate en particular), si hablamos en términos de metafórica justicia cósmica, poco castigo nos pareció para tamaña afrenta estética. Y es que la perilla no queda bien. Afila los rasgos de gentes con cara de hogaza e imprime carácter a adolescentes maltratados y/o a profesores de química enredados con metanfetamina casera, pero cogeos el corazón con la mano y no podréis sino admitir que no existe ser humano sobre la faz de la Tierra, aparte de Brad Pitt, a quien no le quede ridículo ese velludo redondel sin aplicación práctica ninguna. Por Alberto Moreno