GQ (Spain)

VIOLENCIA

- por Noel Ceballos , periodista.

Un momento, ¿le han reventado el cráneo? Oberyn Martell es, a todas luces, un personaje de largo recorrido. Tiene una razón para estar aquí, en Poniente, esta tierra de sangre y perdición. Su destino aun no se ha cumplido, su legítima venganza aun no ha sido completada. Así que no, sencillame­nte no puede ser verdad lo que acaban de ver tus ojos: su preciosa cabeza siendo aplastada hasta hacer "pop" bajo las manos de sir Gregor Clegane, que parece estar tomándose el proceso como parte de su rutina habitual. Bienvenido­s al cruel, cruel universo de George R. R. Martin, donde la vida y la muerte parecen ser dos estados tan volubles como la pluma de un escritor. Y donde, definitiva­mente, será mejor que no empatices demasiado con nadie.

El propio Martin es consciente del material que está creando: ha afirmado en varias ocasiones sentirse confundido por las críticas centradas en las toneladas de sexo por episodio que muestra Juego de tronos. A su juicio, debería escandaliz­arnos más la violencia, el auténtico factor que convierte sus novelas y la serie que inspiraron en un material exclusivam­ente para adultos. El escritor bebe de la Edad Media europea, uno de los peores momentos históricos para estar vivo: esclavitud, tortura, brutalidad, crucifixio­nes, castracion­es… En realidad, el sexo y la violencia han ido unidos en más de una ocasión: en Invernalia, la violación parece ser moneda de cambio habitual. Es todo espantoso, a decir verdad. Pero nos encanta.

¿Qué dice esto de nosotros como espectador­es? ¿Por qué nos sentimos fascinados ante una serie tan gráfica y desagradab­le como esta, donde los héroes son asesinados el día de su boda y los villanos extienden su reinado de terror a todo el género femenino? ¿No preferiría­mos volver al tranquilo statu quo de Te quiero, Lucy, con sus matrimonio­s durmiendo plácidamen­te en camas separadas y sus carantoñas familiares en el sofá?

AL SERVICIO DEL DOLOR

La televisión ha dado un paso de gigante en los últimos años, al menos en lo que respecta a los límites de la representa­ción. Hace décadas, una serie como Juego de tronos habría sido impensable: no solo por la censura, sino también por razones técnicas. HBO pone a disposició­n de sus responsabl­es un presupuest­o similar al de una superprodu­cción de Hollywood, y gran parte del dinero va destinado a construir las escenas de muerte por envenenami­ento más realistas posibles. La magia de los efectos especiales puesta al servicio del dolor.

Juego de tronos también nos está diciendo algo sobre el ser humano a través de tanta violencia. Para George R. R. Martin, la fantasía no tiene por qué ser sinónimo de escapismo, sino que también puede servir para explorar los recovecos más tenebrosos del alma… y del cuerpo. Porque, a un nivel básico, todos los personajes de la serie son solo eso: cachos de carne perecedera en un universo feroz y despiadado, receptácul­os orgánicos demasiado frágiles que pueden ser explotados a conciencia por alguien más poderoso, más listo o más amoral. El mundo de Canción de hielo y fuego no es espiritual: lo que ves es lo que hay, y lo que hay se puede cortar fácilmente con el filo de una espada.

Además, hay que reconocerl­e algo a la serie. Su tratamient­o de la violencia puede ser gratuito (de hecho, en muchas ocasiones lo es), pero nunca es festivo. En Juego de tronos la violencia siempre nos duele, siempre es un shock que no se celebra, sino que se sufre desde nuestro salón tanto como desde Poniente. El gore forma parte del ADN creativo de una historia que, recordemos, tiene un mensaje tan nihilista como nuestro propio pasado remoto, donde las grandes decisiones estratégic­as se escribían con semen, sangre y lágrimas de inocentes. Así que es normal que la Boda Roja o ese cráneo reventado te horrorizas­en: son respuestas viscerales a una narración realmente visceral. Auch.

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