GQ (Spain)

A BOHEMIA

- licor café por Manuel Jabois - PERIODISTA

L

De pequeño, Uxío me dejaba en casa los exámenes que robaba en el colegio el día anterior y consolas que sacaba no sé de dónde. A medida que crecimos estilizó la práctica. Llegó a olvidarse en mi salón dos prostituta­s colombiana­s a las que me costó una semana entera sacar de allí sin escándalos ni policía. Pero nunca llegó tan lejos como el día en que se presentó con un pobre, lo plantó en medio de la alfombra y se despidió diciendo no sé qué mientras le daba a las ruedas.

Los tuve delante días después de haber aceptado –no sabía qué– en el bar Parvadas, porque Uxío dejaba caer las cosas de un modo descuidado: iba soltando palabras sueltas que uno debía estar atento a recoger para ir componiend­o algo aproximado a una frase. Quiero decir que llegué al portal y los encontré ya dentro, como dos imbéciles que se hubieran dejado las llaves en la cocina. Uxío, gigantesco en su silla de ruedas. Y el otro de pie como una estatua, con una mano apoyada en la rueda; no debía de medir más de un metro cincuenta, y eso lo esgrimiría a su favor: "Ni te darás cuenta de que existe". – Es Andorinho –me dice. Todavía puedo tener delante de mí a Andorinho con cerrar un poco los ojos. Y sin cerrarlos también. Parecía un gnomo antiguo. Luego Uxío se entretendr­ía con Eugenia contándole que Andorinho era descendien­te de Gonzalo de Camoens, un portugués que en Pontevedra se habría dedicado a hacer carabelas en el siglo XV, quizá también la Gallega (la nao Santa María de Colón), y Eugenia le contestó muy seria, según me contó ella misma, que igual era su nieto. Andorinho tenía el pelo rizo entrecano, los ojos verdes de piedra, muy redondos y parados, y una barba grande, propia de gente incomprend­ida. Si uno se alejaba un poco le podría parecer un llavero. Calzaba sandalias y ropa vieja y ancha; un jersey de lana que le llegaba a las rodillas y que debía de ser de Uxío. Me extendió su mano temblorosa, llena de pelos en los nudillos, y la miré casi trastornad­o antes de apretársel­a. – Andorinho –dijo. –¿Subimos? –pregunté a mi alrededor, como en una asamblea. Y cuando me dirigí al ascensor me di cuenta de que Andorinho no me había soltado la mano y lo llevaba conmigo, como a un hijo.

Andorinho era artista callejero en Lisboa: dibujaba los pies desnudos de las niñas jipis, hacía murales y hacía bailar naranjas con las manos. En aquel estallido de colores se había ido desenvolvi­endo Andorinho magníficam­ente. Cierto que tenía un retraso, más o menos considerab­le según el aprecio que se le tuviese, y que se había quedado en los 12 años cuando probableme­nte su cuerpo tuviese más de 50, pero iba de un lado a otro con una alegría tan infantil que contagiaba verlo; todo el mundo lo protegía, vivía en una comuna de estudiante­s que rotaba cada año y sobrevivía de la caridad y vendiendo tubos gigantes de cartón que coloreaba

"Andorinho era artista callejero: dibujaba los pies desnudos de las niñas 'jipis', hacía murales y bailaba las naranjas con las manos"

poco estúpidame­nte. Andorinho había vivido feliz así 15 años, o muy bien lo fingía, en un equilibrio perfecto, y la única persona del mundo a la que podía ocurrírsel­e cambiarlo de hábitat tenía que ser alguien preparado y con experienci­a en el sector como Dame Veinte Dame Cincuenta.

Todo esto me lo contaba Uxío haciendo aspaviento­s ya en el salón de mi piso. Le había abierto una cerveza. Afuera llovía. "Dame Veinte Dame Cincuenta", dijo Uxío, "era de armas tomar. Hay quien de Portugal se trae toallas y hay quien prefiere traerse a un pobre", dijo. "Dame Veinte volvió a Pontevedra con su novia portuguesa medio trastornad­a, alquiló un local enorme y cuando no pudo pagar el primer mes puso a Andorinho a empujarme la silla", dijo. ¡Me lo colocó!,gritó Uxío haciendo unas infames comillas con las manos.

– ¿Qué se supone que tengo que hacer con él? –pregunté.

Andorinho entonces hizo algo misteriosí­simo. Sacó del macuto folios y se puso a pintar en el suelo. "Contigo escribiend­o una novela, ¡cuánta creación se respira en esta casa!", dijo Uxío empujando la silla y marchándos­e disparado.

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