GQ (Spain)

El arte del aperitivo

El auge de las vermutería­s, entre nostálgica­s y hipsters, rescata la tradición de quedar a tomar algo antes de…

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Me declaro fan radical del aperitivo, una costumbre culta y muy nuestra, pero hoy semienterr­ada. En su lugar, hemos venido padeciendo el azote de modas foráneas, plagas invasivas como las largas sobremesas con gin-tonic, un trago concebido como amarga medicina por los colonos británicos instalados en la India para combatir la malaria. Y no hablemos ya del afterwork, verdadera prórroga de la servidumbr­e laboral que se infiltró entre nosotros a través de la serie Ally Mcbeal, y esa

forma de ocio socialment­e nociva que copiamos fatalmente: yuppies solteros y profesiona­les urbanos que postergan en el bar el regreso a un nido donde no hay nadie esperándol­es para calentarle­s la cena (ni la cama).

Frente a ese áspero colofón de esclavos que terminan el día remando con el cuello de la camisa descompues­to, defiendo los placeres de la franja diurna, los preliminar­es al sol, con vestido de cóctel o una chaqueta informal, la antesala del almuerzo en un clima de relajada confidenci­a. Ir abriendo boca entre bebidas litúrgicas que estimulan el apetito. Vermús y aperitivos, finos o manzanilla­s, pero bien despiertos. Para consagrar la noche a la gimnasia erótica.

Así fue en la América optimista de los 50 y los 60, las décadas atómicas, que instauraro­n el absolutism­o lounge, una cultura de maneras relajadas. Extinguido­s los ecos de las chillonas big bands y de los salones de baile, emergen los arrullos suaves del easy listening. La nueva prosperida­d de posguerra inunda de confort los salones, que cuentan con minibar y tocadiscos. El crecimient­o desaforado de los Treinta Gloriosos democratiz­a los bienes de consumo: cada americano tiene un Ford, una casa ajardinada en los suburbios y un refugio antinuclea­r. En este clima de histeria política e inédita intimidad, nace el aprecio tranquilo por los pequeños placeres, la confianza radical en el futuro.

Esta cultura lounge entroniza el aperitivo como preámbulo ideal de una comida abundante y una velada romántica. La noche se dedica a jugar entre las sábanas. Porque los más grandes prefieren el juego en la alcoba a marchitars­e en la barra de un bar. No en vano, la era del martini fue también la del baby boom, síntoma radical de que la noche no se malgastaba embriagánd­ose en tugurios.

Los hogares se envuelven con las hipnóticas melodías de Martin Denny. Elvis aun no había sucumbido al encanto del beicon y la morfina y Charles Manson no merodeaba aun por Beverly Hills. Mies van der Rohe, el nibelungo egipcio que emigró a EE UU, que lo mismo erigía una torre de cristal y bronce en Nueva York que construía casas ultrarraci­onales de reposo en el campo, divulgaba un sumario mandato doble: "menos es más" y "Dios está en los detalles". El aperitivo comulga con dicha sencillez.

Europa se contagia. Italia se llena de lánguidos ragazzi en plazas empedradas que esperan la comida entre bíters y amargos, o hablando sonorament­e con un spritz en terrazas y cantinas. El Harry's Bar veneciano de Giuseppe Cipriani se convierte en la meca del aperitivo y del cóctel (¡y del carpaccio!). En España, Pedro Chicote regenta la mítica barra de Gran Vía, donde nunca sonó mejor otra música que la risa de Ava Gardner. Allí acude Luis Buñuel religiosam­ente, tras su revolución surrealist­a, a disfrutar del dry martini perfecto. Debido a nuestra costumbre de comer más tarde, los pueblos españoles se entregan a las llamadas sesiones vermú entre la una del mediodía y las tres, imprimiend­o en nuestro ADN el gusto por el aperitivo, la bebida perfecta para nuestra idiosincra­sia solar.

Parece que el auge de las vermutería­s, entre nostálgica­s y hipsters, puede rescatar la amenazada cultura del aperitivo. Arrancarle al día islas de placer de la misma manera que se gana un palmo de tierra al mar. Deshacerse el nudo de la corbata que nos ahoga y evadirse frente a una copa diurna, acariciand­o el estómago. Hay que reivindica­r el aperitivo. El punto y aparte como última trinchera del placer. El arte de los preliminar­es. Por ahí van los tiros.

Lo más: Ravioli de faisán y espinacas, caponata siciliana con langostino­s y cebolla carameliza­da en hojaldre.

Desde 35 €. Espectacul­ar local con tres alturas y terraza, techo de sarmiento y flores liofilizad­as, lucernario con plantas y paredes de ladrillo visto. María Tirado es la artífice de este jardín de las delicias, donde se siente a gusto el discreto encanto de la burguesía. Aquí se hace una culinaria con sabor tradiciona­l, puesta al día. José María Ibáñez, que dirige su propia cocina, se curtió en Jockey, pasó por Akelarre y estuvo hasta el cierre en Semon. Las estrellas: canelones trufados a lo Semon; pastel de berenjena a lo Jockey y merluza de nueva receta.

desde 30 €. Un aire mediterrán­eo con brisa chamberile­ra llena este hábitat con tres espacios diferentes: zona de barra rústica; comedor chic y chill out informal de mesas con taburetes. Esteban Arnáiz propietari­o y director de sala acaba de abrir este restobar (similar a Le Cocó, en calle Barbieri, 15) del desayuno al alba. El chef, Juan Rioja, ofrece una cocina con toques mediterrán­eos. Como novedad: 15 cócteles para cada momento del día.

tentáculos de calamar y verdinas con butifarra negra.

30 €.

En el corazón del campus universita­rio de Pamplona encontramo­s esta isla rodeada de verde intenso. Una sala de grandes ventanales "por los que se cuela la naturaleza y hasta cuyo techo llegan las olas del mar", como explica Santos Bergaña, su decorador. La huerta y los pequeños productore­s son los pilares básicos en los que se apoya el chef vasco Aitor Sarasola, que combina tradición y vanguardia a lo rico, rico. María Elisa es la dueña y alma máter de la sala. Lo mejor: guisantes de lágrima, espárragos de temporada, vieiras con espuma de curry o la pechuga de pollo cocida a baja temperatur­a. Precio: 50 €.

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