Generación vermú
La bebida que te tutea se afianza como el trago posmoderno.
Hay algo místico en el vermuteo matutino, en esas horas en las que el sol todavía no centellea con vigor, pero en las que ya apetece refrescar el paladar y resucitar el estómago de los excesos perpetrados en la nocturnidad. No se trata de una moda artificiosa impuesta por los hipsters; el vermú, vermouth, o vermut, llámalo como quieras, ha vuelto para quedarse en un rebrote nostálgico. Y han cambiado sus consumidores. Ha dejado de ser cosa de veteranos de taberna encaramados a la barra del bar leyendo diarios deportivos, y ha atrapado a las generaciones más jóvenes cansadas de brunchs y gin-tonics en botes de mermelada. Basta con eso.
Son muchas sus bondades, si todavía no las has descubierto. Su perfecto equilibrio entre amargor y dulzura, su atractivo olor aromatizado, pero también su precio y versatilidad. Se puede tomar solo, en cócteles, de grifo o marcas tradicionales, con o sin hielo, con rodaja de limón o de naranja, acompañado de clásicos como embutidos, encurtidos, anchoas, quesos, ahumados, bravas, chacinas o tortillas, pero también con opciones gastronómicas más sofisticadas.
Su ingesta te trae los sabores de la tradición dominical, ese aroma húmedo impregnado en tabernas con suelos estampados de servilletas y huesos de aceituna. Pero también se puede apreciar en ellos el murmullo de los reyes y alta burguesía del siglo XVIII, sus primeros consumidores. Ramón Gómez de la Serna dijo en una de sus greguerías que "el vermú es el aperitivo al que se llama de tú". La bebida que te tutea democráticamente, el trago de los amantes de la tapa, de la ceremonia social del bar, del comer achispado con regustos afrutados. La generación vermú es la misma que hace años vestía sudaderas de Cobi y escuchaba canciones de Nirvana. La que ya prefiere quedar de día que de noche. La que lleva años recibiendo ocho invitaciones de boda cada verano. La posmodernidad, como tantas otras veces, ha encontrado su refugio en los sabores y tradiciones de siempre.
El treintañero Iván Muñoz –chef de esta casa con una estrella Michelin desde hace dos años– comienza nueva e innovadora etapa con una carta basada en tres cocinas: manchega, castellana y judeo-mediterránea. Una culinaria que podríamos denominar de sotobosque. Su hermano Raúl, que ejerce de sumiller, mima una bodega de caldos muy escogidos. Espaciosa sala de corte clásico y mantelería de lino. De lujo. Civet de liebre, ajo negro y foie; ramen de cocido madrileño, bacalao, naranja y piparras. Precio: 55-72 €. La puesta en escena tiene un trasfondo teatral que mezcla el lado punk del imperio (romano) y la sofisticación del Renacimiento con espectaculares lámparas Nebulosa que flotan sobre un techo azul (diseño del estudio RB Interior). Este refinado espacio envuelve una cocina italiana de autor con toques españoles realizada por Hipólito Lázaro, curtido en mil batallas entre Can Fabes, Santceloni y sus tres años en La Fornace de Milán.
Carles Abellán es uno de los iconos de la cocina catalana, que se inició en El Bulli y se consolidó en su Comerç 24, donde obtuvo su primera estrella Michelin. Este rayo que no cesa, gran conocedor de la gastronomía de vanguardia, acaba de abrir nueva yangosería (bocatas gourmet con un ingrediente estrella, la butifarra). Para los amantes de la comida urbana aquí se ofrece desde la longaniza tradicional de cerdo hasta la de pavo o vegetariana. Además de las siete combinaciones existentes también hay ensaladas, como la Yango NYC, y otras para celíacos. El espacio de colores intensos está inspirado en la estética grafitera. Los bidones hacen de mesas. El Yangonissa Perú (con cebolla roja, lima, cilantro, ajo amarillo y salsa huancaina) y el Barcelona (con escalivada, all-i-oli escalivat, menta y cebolla). Precio: de6a9€.