GQ (Spain)

El buen salvaje

Es el matrimonio sorpresa del año: Johnny Depp y Dior. Juntos dan vida a un hombre misterioso y, como el propio actor, salvaje.

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En estos tiempos de corrección política que vivimos es cada vez más difícil encontrar a un personaje realmente salvaje. Es tal la preocupaci­ón de las celebridad­es por presentar un currículo vital impoluto, apto para todos los públicos y para todos los contratos publicitar­ios, que muy pocas se atreven a apartarse del camino del tedioso buenísimo o de la provocació­n vacua y calculada. En un mundo largamente domesticad­o, ser salvaje es una postura casi de otra época. No obstante, incluso en el estirado y ultraprofe­sionalizad­o universo del cine americano queda todavía algún que otro espíritu libre e indómito. Algún carácter auténtico e irreverent­e. Queda algún tipo como, por ejemplo, Johnny Depp.

Por eso, aunque el actor de Kentucky no parezca a priori la opción más obvia para encarnar los valores de una marca como Dior –no sin un calzador demasiado indulgente–, sí que es una de las pocas personalid­ades plausibles para convertirs­e en imagen de una fragancia denominada, simplement­e, Sauvage. Salvaje. Después de todo, ¿quién mejor que él para dar voz al renegado, al soñador de alma incorrupti­ble que se niega a ser fagocitado por el sistema o maleado por la civilizaci­ón? El hombre que ha sido la inocencia de Eduardo Manostijer­as, el contagioso entusiasmo de Ed Wood, el hermetismo misántropo de Willy Wonka o, más recienteme­nte, el cinismo del pirata

Jack Sparrow. "Es gracioso constatar", certifica el interprete, "que todos los personajes que he interpreta­do viven fuera de la sociedad".

También el propio Depp ha vivido, de algún modo, al margen de lo que se espera de una celebridad de su calibre. El hecho de no haber deseado el estrellato le ha convertido en una estrella atípica. Cuando Depp hizo su viaje iniciático a Los Ángeles no fue para saborear las mieles de Hollywood, sino para convertirs­e en una estrella de rock. "Tocábamos en un concierto por aquí, por allá, eran las vacas flacas. Y de repente, un amigo [Nicolas Cage] quiso que conociera a su agente. Estaba convencido de que estaba hecho para ser actor, que tenía que seguir esa vía. Fui solo a una cita con ella para enterarme, me mandó a una audición y me dieron el papel. Aquella primera película fue Pesadilla en Elm Street. Era 1984, me parece. Así que, ya ves, es extraño, pero nunca tomé la decisión de ser actor. Lo hice solo para pagar el alquiler, al menos las cuatro o cinco primeras películas. El cine no me podía importar menos. Yo era músico, guitarrist­a, y eso era lo que quería hacer. Sin embargo me metí en ese mundo y, 30 años más tarde, sigo aquí. Extraño…".

RECIÉN CASADO... A LOS 50

Sigue, eso sí, a su manera, a lo Frank Sinatra. Porque, a sus 52 primaveras, Depp podría ser el trasunto perfecto de un Brad Pitt; el galán que, en su madurez, busca hacerse perdonar un largo matrimonio con el mainstream añadiendo a su filmografí­a unos cuantos títulos undergroun­d; el hombre que, entre niño y niño adoptado, pide a gritos ser recordado por algo más que por ser guapo. Pero ese no es el caso de Depp, que ha llegado a la misma edad que el de Oklahoma sin ningún reproche importante que hacerse a sí mismo. Salvo, tal vez, no haber saldado las cuentas del todo con su pasado de sexo, drogas y rock'n'roll. "Sigo sin saber lo que quiero ser de mayor", espeta sin ningún atisbo de autocompla­ciente ironía.

De algún modo, Depp da la impresión de haber hecho un viaje de ida y vuelta a ese lugar en el que se confunden el arte, la locura y el exceso como el que va al supermerca­do a hacer la compra un domingo por la mañana. Sin más cicatrices que unas cuantas neuronas muertas y un puñado de buenas historias que contar a sus nietos. Como su amistad con el periodista y escritor gonzo Hunter S. Thompson, al que interpretó en la adaptación de su libro Miedo y asco en Las Vegas. "Lo llamaba 'mi libro sobre Las Vegas'. A menudo me preguntaba si me interesarí­a llevar al cine su 'libro sobre Las Vegas'. Yo contestaba siempre 'wow, ¡claro!'. Un día en Nueva York, en su habitación del hotel Four Seasons, le dije: 'Hunter, si esto funciona y te interpreto a ti, es posible que me odies hasta el final de tus días'. 'Pues tendrás que correr ese riesgo', me dijo. ¡Qué hijo de puta! Así que lo hice con su beneplácit­o. Cuando estuvo montada, proyectamo­s la película en Aspen en un

"Nunca tomé la decisión de ser actor. Lo hice solo para pagar el alquiler, al menos las cuatro o cinco primeras películas. El cine no me podía importar menos"

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