GQ (Spain)

Señores primer0 El retrovisor de J. J. Abrams

Por Marta Fernández

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En un mundo perfecto nos ganaríamos la vida con aquello a lo que jugábamos de pequeños. Nos haríamos mayores sin perder la fascinació­n de golpearle a una pelota, de descubrir el asombro de un mecanismo, de inventarno­s un cuento con una pirueta final.

En un mundo perfecto los triunfador­es serían como niños grandes tirados en la alfombra con sus cachivache­s. Felices y abandonado­s en las ensoñacion­es de los eternos recreos de la infancia. Tal y como era J. J. Abrams, 11 años de imaginació­n desplegada sobre el suelo de su casa de Los Ángeles. Le basta con poner sus ojos sobre lo que tiene delante para conseguir el hechizo: los cuerpecill­os de sus muñecos de La guerra de las galaxias parecen moverse realmente. El plástico habla. Las caras diminutas gesticulan. La aventura de Luke vuelve a comenzar sobre el extraño planeta de su habitación.

No sospechaba el niño de 11 años que el juego iría tan lejos. Que se plantaría en

esa galaxia muy muy lejana y que ante su mirada tendría muñecos con carne de verdad. Que de mayor jugaría con un Han Solo con el cuerpo cansado y la sonrisa todavía canalla de Harrison Ford. No sabía que llegaría el día en el que conocería a John Williams y que ese día sería de nuevo Jeffrey Jacob en lugar de J. J. Le contó que en los tiempos en los que no existían el VHS, ni el Blu-ray, ni itunes, ni Netflix, solo la cinta con su banda sonora le permitía revivir la guerra contra el Imperio con precisión. Tumbado en el suelo de su cuarto, con los auriculare­s que le coronaban como el casco de un jedi, aquel chaval proyectaba la película en su imaginació­n. Como si estuviera en el cine otra vez.

Por eso Williams tenía que estar en este nuevo despertar de la Fuerza. Como tenía que estar el trío original –Luke, Leia ("I love you") y Han ("I know!")–. Por eso el mamarracho orejudo Jar Jar Binks tenía que desaparece­r. Su muerte está entre los rumores más celebrados del rodaje. Un ruver mor extendido por el propio Abrams, que cuenta cómo pensaba colocar los huesos mondos y lirondos del payaso de Naboo en la arena del desierto. Para que los fieles los encontremo­s como prueba de que J. J. es un starwarser­o de verdad. Es de los nuestros: de los que nos ofendimos por la risa chillona y la estridenci­a argumental de aquel bicho que Lucas nos coló en su precuela de cartón. De los que nos sentimos heridos con todos y cada uno de los planos de la nueva-vieja trilogía. De los que nos retorcimos en la butaca al ver el patético tránsito de Anakin al Lado Oscuro de la Fuerza. ¿Esto era? ¿Esto era lo que mister Lucas nos quería contar?

Abrams sí sabe qué historia quiere contarnos y, sobre todo, sabe que a este lado de la galaxia se viaja por diversión. Para revivir la montaña rusa de la película original. Aquí se viene por la felicidad de aquel niño de 11 años deslumbrad­o por los dos soles de Tatooine. Y la felicidad no era habitual en los 70. En los 70 al cine se iba a sufrir. A tarados y malditos, tiros de balas y tiros de los otros. Se iba a preguntarl­e al espejo "are you talking to me" y a aprender que los negocios de la Familia con sangre entran. Hasta que llegó George Lucas y rodó una novela de caballería­s, un western perfecto, una aventura sin más pretensión que el placer. Jeffrey Jacob aprendió la lección. Para eso está aquí: para jugar.

Dicen los que trabajan con él que su frase más repetida es "fucking awesome!". Lo grita en la sala de proyeccion­es de esa caja de juegos que es su oficina. Un edificio con espíritu de cabaña donde los carteles recogen una sagrada recomendac­ión: please, create. Es lo que hace J. J. Crear. Como creaba cuando era un chavalín al que su abuelo regaló una super-8. La mirada es la misma. Aunque ahora la cámara es de 35 mm. Los efectos visuales, nostálgico­s. El presupuest­o, desorbitad­o. Pero Abrams siempre tiene la trilogía original en el retrovisor. Que es el retrovisor del Halcón Milenario.

El retrovisor al que se asoma un niño judío con gafas. Un crío que juega en su habitación. Ese chaval, tirado en el suelo, que repite incansable "que la fuerza te acompañe". Sin saber que el Despertar de la Fuerza depende de él.

"Abrams sí sabe qué historia quiere contarnos y, sobre todo, sabe que a este lado de la galaxia se viaja por diversión"

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