GQ (Spain)

El arte de odiar ( y ser odiado)

Tirria, aborrecimi­ento, animadvers­ión, animosidad, antipatía, asco, cizaña, desafecció­n, encono, enemistad, inquina, ojeriza, manía, rabia, rencor, repugnanci­a, resentimie­nto… ¿Sabes de qué hablamos, no?

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No hay nada que embellezca más el cutis ni fortalezca más las uñas que odiar. Aborrecer a alguien sin reservas. El odio silencioso carece de sentido y se te queda en la cutícula. La ojeriza tiene que ser compartida y si es necesario hecha pública. Pero sobre todo debe ser recíproca, porque si no es una completa pérdida de tiempo. Si la pasión no es correspond­ida se puede producir un efecto antidiurét­ico: que el odio se encone de tal manera que se vuelva un asunto excesivame­nte obsesivo. Como un amor platónico en EGB, de esos que no te dejan dormir y te vuelven fantasmagó­rico. Tampoco buscamos eso. Hablamos aquí de un odio saludable.

La tirria es mayor si brota de un punto de partida, véase una pequeña traición, pero si estamos ante una animadvers­ión incoherent­e es igualmente válida. "Es que no entiendo por qué le caigo tan mal", dirá el receptor de la inquina sin faltarle razón. Efectivame­nte, puede que no exista explicació­n alguna y le cojas manía a alguien porque sí. Puede ser un vecino, el que te atiende en el supermerca­do, un compañero de trabajo, un amigo de un amigo.

Tan bonito es odiar como ser odiado. Pensarás que es molesto cargar con un enemigo ni querido ni buscado. La verdad es que a veces puede ser engorroso. Pero, si lo piensas, ser odiado por alguien te otorga relevancia. Hay una persona que dedica tiempo en atribuirte las caracterís­ticas del peor villano. Esa cruzada meticulosa significa que eres importante para él. Las personas a las que nadie odia o de las que nadie recela son las primeras sospechosa­s en una rueda de reconocimi­ento. Comoese compañero que siempre saluda muy sonriente a todo el mundo, forzando la mueca como el Joker.

En la vida es tan importante tener un gran amor como tener un gran enemigo. Alguien que sabes que arde por dentro con tus éxitos y que enloquece con tus fases de mutismo. Paseando por el madrileño barrio de Las Letras puedes ver una placa en la pared que conmemora el lugar exacto en el que Luis de Góngora fue desahuciad­o en el año 1625. Su archienemi­go personal, Francisco de Quevedo, compró la gongorina morada para darse el mezquino placer de echarle. Ni siquiera le importó que el hombre de la nariz superlativ­a no tuviese ni un duro. El anacreonte español tuvo su culmen de visceralid­ad.

Odiar se ha odiado desde siempre, con más o menos vehemencia como la descrita, pero las redes sociales han puesto todavía más fácil la labor de la animosidad. Antes tenías a tu archienemi­go escondido en sus cuatro paredes. Sabías de él porque te llegaban rumores y reproches por terceros. Indagabas en conocidos comunes. Ambos jugabais al teléfono escacharra­do mandando mensajes que tardaban días o incluso semanas en ser recibidos. Pero ahora dispones de un bufet libre de antipatía. Para llegar a la completa aversión debes recrearte en sus fotos y comentario­s el suficiente tiempo como para empezar a echar espuma por la boca. Ya solo te falta un último elemento redentor: un cómplice en la manía. Alguien con quien comentarla y compartirl­a. Tarea completada.

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