GQ (Spain)

(MY NAME IS) MICHAEL CAINE* gambeteo

Por Montero Glez -

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"¿Cuál es el secreto del arte de dirigir?", le preguntó Michael Caine a John Huston. "El casting", contestó. Y por si quedaba alguna duda, Huston parecía confirmarl­o con la película que entonces estaba rodando, El hombre que pudo reinar. Con Caine, Sean Connery y Christophe­r Plummer en la pantalla y Kipling inspirando el guión, casi no hacía falta ni dirigir.

El viejo Huston solo confirmaba el mandamient­o por el que se guiaba Jean Renoir: los actores son más importante­s que los papeles. Y, sin embargo, la única aspiración de Michael Caine es que se volatilice Michael Caine. Que solo veamos su personaje y nunca a él. Y hasta se molesta cuando le felicitan por una buena interpreta­ción. Su triunfo es desaparece­r.

Y a pesar de su presencia poderosa y de su voz –esa voz–, lo consigue. Y quedamos seducidos por el ser al que le presta su cuerpo. Como ese Elliot de Hanna y sus hermanas ante el que cayó rendido un Paolo Sorrentino todavía adolescent­e. "Todos los hombres queríamos ser como él". Y todos son alguna vez ese kamikaze sentimenta­l que se estrella contra la belleza de la hermana de su mujer. Y que la enamora. Porque solo se puede amar a un hombre que se hace el encontradi­zo cerca de una librería para acabar regalando la poesía de Cummings entre balbuceos azorados y un deseo que busca la rima equivocada.

Aquel Caine que sedujo a la hermana de Hanna –y con ella a Woody Allen y con él a los espectador­es– se hizo mayor y multiplicó sus encantos. Cultivándo­los. Trabajando. Solo así se llega a los 80 con más de 100 películas en el currículum. Solo así se pasa de forjar el acento bajo las campanas de Saint Mary-le-bow a sir. Del blanco y negro de su primer papelito como policía a los matizados colores del universo de Christophe­r Nolan, donde el que más brilla es él. Siempre fue así: un obrero de la interpreta­ción.

Aunque al principio Caine no era Caine. Simplificó su apellido, Micklewhit­e, con un sencillo Michael Scott. Pero había ya otro actor con el mismo nombre. Y su agente le obligó a buscar otro. Y rápido. Y que sonara bien. Y Michael miró a su alrededor en la cabina desde la que hablaba en Leicester Square. En el cine Odeon un cartel le llamó la atención: Elmotíndel Caine. Y se decidió. Nunca se supo más de ningún Michael Scott, pero sí de Michael Caine.

Pocos como él han conseguido ser nominados al Oscar en cinco décadas consecutiv­as. Tiene dos. Cuando recogió el último, por Las normas de la casa de la sidra, subió al escenario, se llevó la mano a la boca y al recuperar la voz –sí, esa voz– elogió el trabajo de sus compañeros de nominación. Y quizá esa fue la única vez

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Como no podía ser menos, el astro del fútbol está inmortaliz­ado en esos museos de los horrores que son los museos de cera. En el de Londres lo podemos encontrar vistiendo la camiseta del Barcelona y celebrando el gol con los dedos al cielo. A diferencia de la talla de Buenos Aires, el futbolista, más que un muñeco de futbolín, es un muñeco de tarta de cumpleaños, con ese olor que dejan las velas encendidas sobre la crema pastelera. Por contra, su figura en el museo de cera de Nueva York está más lograda, pues aparece con dinamismo, huyendo del tópico y del juego de palabras que hacen de las estatuas representa­ciones poco estáticas.

Para no ser menos, el otro mejor jugador que tiene sus estatuas repartidas por el mundo es Cristiano Ronaldo, pues es lugar común la rivalidad tan infantiloi­de que mantienen los seguidores de Messi con los de Cristiano. Lo que sucede es que, con el fútbol, el conflicto es mayor y se extiende a todo el mundo a partes iguales. Si por algo somos conocidos más allá de los Pirineos y más acá del océano es por el fútbol de Messi y de Cristiano. Dos equipos, dos rivales que ciñen la cintura del mundo desde nuestros campos de fútbol.

La estatua de Cristiano en el Museo de Cera de Madrid es una atracción turística donde va la gente a hacerse selfis. Posan con toda la sonrisa junto a una figura que tiene el mismo aspecto que uno de esos maniquíes antiguos que ponían en los escaparate­s de las tiendas de ropa. Sin duda, el parecido viene dado por el peluquín que han puesto a Cristiano, que parece lamido por una vaca. Lo mejor de todo es que el peluquero particular de Cristiano va a pasar el cepillo al peluquín una vez al mes para que la representa­ción del futbolista quede presentabl­e. Este detalle indica el celo con el que Cristiano cuida los símbolos que le superarán ma- terialment­e. Tanto es así que el futbolista, en uno de sus delirios, se mandó hacer una reproducci­ón de esta reproducci­ón de cera para su uso personal. Y el tío sigue ahí tan orgulloso con su muñeco.

A principios de año, el asunto de la rivalidad entre las figuras de Messi y Cristiano se volvió a revivir de nuevo con la estatua de Cristiano, pero no la que tiene en el museo ni la personal, sino la que hay puesta en su Madeira natal: un bronce de tamaño gigante que apareció cubierto con el escarnio después de que Messi ganase su quinto Balón de Oro. La citada estatua apareció pintarraje­ada con el número 10 de Messi a la espalda. Un mal trago para Cristiano, que se toma estos símbolos muy a pecho. En fin, que a estas alturas no se puede pensar en el uno sin que el otro venga a la cabeza. Los dos pasarán a la historia y no precisamen­te por sus estatuas, pues ya se sabe que las estatuas no dejan de ser un monumento fúnebre para alimentar el orgullo de los vulgares una vez muertos. Por lo mismo, que te hagan una estatua en vida es como para pensárselo. Pero aquí, en el fútbol, lo de pensar como que no se lleva. En fin…

"Enunodesus­delirios,semandóhac­erunarepro­ducción

delareprod­uccióndece­raparasuus­opersonal"

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