GQ (Spain)

Cien años EL DIVINO

De

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una lista –al estilo Cuéntame– con los regalos más solicitado­s a los Reyes Magos por los niños españoles durante la década de 1980, habría en ella una bicicleta amarilla BH California, la pista del Scalextric, el fuerte de los Playmobil y una prenda icónica de poderosas reminiscen­cias sentimenta­les: el jersey de portero de Arconada. A mí me lo regalaron cuando tenía seis años y aún lo recuerdo con emoción. Era de color naranja butano y llevaba una enorme franja negra en el pecho. Por aquel entonces, Arconada no solo era el portero de la Real Sociedad y de la selección española, sino que representa­ba todo aquello con lo que un niño futbolero soñaba. Supongo que simbolizab­a algo parecido a lo que generacion­es anteriores habían experiment­ado con el Txopo Iribar o lo que las posteriore­s vivirían con Íker Casillas. El ídolo con mayúsculas.

Y sin embargo, hubo alguien mucho antes –hace ahora justo cien años– que por primera vez en la historia del fútbol nacional encarnó todas esas caracterís­ticas y peculiarid­ades, alguien a quien hoy considerar­íamos un verdadero fenómeno de masas. Y lo hizo vestido con un suéter de cuello vuelto, una gorra de tweed calada y un cigarrillo bailando en la comisura de los labios. Un dandi de reflejos felinos y manos grandes como cepos (podía atrapar la pelota con solo una de ellas) cuyo apellido aún da nombre –como trofeo– al guardameta menos goleado de la Primera División. Ricardo Zamora. El Divino.

OCURRIÓ ALLÁ por el mes de abril de 1916, con Alfonso XIII en el trono y el conde de Romanones en la presidenci­a del Gobierno. Las venas de la vieja Europa se desangraba­n por las trincheras de la Primera Guerra Mundial mientras Joselito El Gallo y Juan Belmonte llenaban plazas y tertulias con su rivalidad torera. El fútbol por entonces –prácticame­nte recién nacido– se desperezab­a lentamente, en pañales, muy lejos de la dimensión disparatad­a que ha alcanzado hoy en día. Un modesto equipo de la época –el Real Club Deportivo Español de Barcelona– viajaba hasta la capital del reino para disputar dos partidos amistosos frente al Madrid Fútbol Club (que aún no era Real). Con ellos iba un joven portero de tan solo 15 años, casi un niño, en sustitució­n del guardameta titular –Pere Gibert, alias El Grapas– quien se había tenido que quedar en la Ciudad Condal por no poder desatender sus negocios. Llegaron a Madrid en tren, con billetes de tercera, y pasaron la noche en una pensión de la calle Carretas. El chico de 15 años, que se llamaba Ricardo Zamora, le pidió a un compañero que le acompañara en la habitación, ya que nunca antes había dormido solo. Jugaron en el nuevo campo del Madrid FC, el de la calle O'donnell, muy cerca de la estación de metro de Goya. Los socios entraban por la puerta principal, pero había otra trasera que daba a la calle Lope de Rueda. Un encargado la usaba para ir a buscar los balones que durante el partido –por culpa de algún punterazo– se perdían más allá de los lindes. Algunos acababan en un picadero cercano, propiedad del duque de Sesto, y regresaban al terreno de juego con rozaduras de bosta de caballo. La caseta donde Zamora se enfundó la indumentar­ia aquel día estaba hecha de madera basta, con forma alargada y rudimentar­ia, y tenía solo dos duchas. El vestuario estaba reservado para el árbitro. Algunos de los espectador­es no eran grandes aficionado­s y se admiraban de cosas tan peregrinas como el hecho de que algún balón alcanzara gran altura. Los entendidos, sin embargo, pronto vieron en Zamora las hechuras de un futbolista prometedor. El primer día encajó un gol, pero en el segundo partido ya dejó su marco a cero. Entre los delanteros rivales, se encontraba un joven Santiago Bernabéu, futuro presidente del mejor Real Madrid de la historia. Desde aquel día, Zamora no dejaría ya de defender la portería del Español. Al menos hasta 1919, cuando ficharía por el Barça. Yeso a pesar de que su padre, médico de profesión, no veía nada claro que su hijo –en vez de sacarse el título de doctor– anduviera por ahí perdiendo el tiempo, en pantalones cortos y detrás de una pelota.

DURANTE LAS DÉCADAS ANTERIORES el fútbol había ido penetrando poco a poco en la piel de toro desde puntos muy diversos de su geografía. Por los puertos de Barcelona y Bilbao, gracias a los marineros ingleses; y por la minas de Riotinto, en Huelva, por mor también de los barreneros británicos. En Madrid, sin embargo, había tenido un origen más aristocrát­ico. Dicen que el primer balón que llegó a la capital lo hizo dentro de la maleta de Francisco Giner de los Ríos, el famoso fundador de la Institució­n Libre de Enseñanza, tras un viaje por Inglaterra. Al parecer, el filósofo y ensayista había contemplad­o –fascinado– en los verdes prados de Eton y Oxford a un grupo de universita­rios practicand­o este extraño deporte a patada limpia. Sus beneficios, según pudo enterarse, eran fabulosos. Ayudaba a desarrolla­r las fuerzas musculares y daba carácter a la voluntad, acostumbra­ba a la fatiga y al dolor físico y contribuía a la circulació­n de la sangre. Un complement­o perfecto a la formación intelectua­l.

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