EL CUERPO
Cuando no necesitaba Photoshop
Rugen la redes sociales y tiemblan las redacciones cuando algún fotógrafo, en un exceso de celo seudoartístico, juega a reinterpretar la realidad y acaba desfigurando caras, cuerpos y almas humanas. Los maestros del Photoshop, genios tramposos de paciencia velazqueña, caen, a veces con demasiada frecuencia, en el vicio de reescribir formas humanas casi perfectas. Que nadie ose mirarnos con ojos inquisitivos, pues los retoques engqson tan sutiles como un parpadeo –y si no lo son, siempre lo parecen–. Existen los remiendos justificados, la necesaria chapa y pintura que todo bicho viviente reclama por lógica piedad; y existen las chapuzas dignas de la Escuela de Borja, donde incluso las figuras sagradas acaban bañadas en ácido sulfúrico. Las primeras pertenecen al ámbito de la belleza enriquecida y las segundas al de la belleza fabricada. Nohace falta decir con cuál preferimos quedarnos, aunque los engrudos nos diviertan infinitamente más.
Antes de nada, resulta obligatorio desenmascarar la gran estafa de la belleza natural, uno de los grandes discursos hipócritas de la contemporaneidad: a estas alturas de la era Instagram mentar este concepto es un insulto a la inteligencia. Sencillamente porque semejante cosa no existe. Natural es tener bolsas en los ojos o que un bebé empape el pañal, y no por ello son cosas necesariamente bellas. Natural es levantarse de la cama con las sábanas marcadas en la jeta o que el primer beso del alba tenga el sabor de un cadáver en descomposición. Todo supernatural y, sin embargo, incompatible con la idea más elevada de la belleza.
Hace un millón de años, mucho antes de esa belleza enriquecida que simbolizaban los cuerpos apolíneos de la Antigua Grecia –entonces la perfección también se cincelaba con el descaro de un filtrovalencia–, todo funcionaba al revés. En un mundo hostil donde los sonidos guturales dominaban el debate tribal, nuestros antepasados vivían con arreglo a la noción más descarnada de la naturalidad. No existían disciplinas filosóficas que hablaran de la ética o la estética: regía la ley del más fuerte. Y todo lo demás no importaba. Era, como bien explica la voz en off que introduce el filme Hace un millón de años (1966), "un mundo joven, un mundo a primera hora de la mañana. Un mundo desapacible con criaturas que se sientan y esperan, con criaturas que deben matar para sobrevivir". Solo en esas circunstancias refulgía la verdadera belleza natural: el sol que aparece cuando escampa, el compañerismo que nace en las luchas de los hombres contra las alimañas, el sabor de una carne tierna tras el sacrificio de un mamífero.
Hace cincuenta años se estrenó esta película que tan bien refleja la diferencia entre la belleza natural, la fabricada y la enriquecida. Una cinta que, sin embargo, ha envejecido de manera inversamente proporcional al recuerdo de su protagonista, Raquelwelch. Aguantar su visionado sin dormirse en 2016 es una victoria hercúlea. Sus efectos especiales, sus parcos diálogos y su simplísimo argumento provocan hilaridad cuando deberían despertar emociones que estrujan el alma. Más que nada porque en esta reconstrucción de la vida de la prehistoria, los seres humanos viven un auténtico infierno sin escapatoria, desprovistos de lo más básico. Aunque lo cierto es que Raquel Welch (Loana) y su compañero John Richardson (Tumak), que representan la historia de dos tribus análogas cuyos caminos acaban cruzándose, hacen lo que pueden: ambos personajes deciden enfrentarse al mundo en solitario, entre horrendas bestias y devastadoras erupciones volcánicas. El valor de este filme dirigido por Don Chaffey, que se inspiró en el guion y el título de otra producción de los años 40, es otro. En su día fue la expresión más innovadora del Hollywood de ciencia ficción, un rasgo que el tiempo ha ido atenuando por razones obvias. Pero desde el mismo momento en que se estrenó es, ante todo, un alegoría de la belleza femenina original.
La culpa la tuvo –la tiene, porque a sus 75 años sigue ejerciendo de mito inmortal– Jo Raquel Tejada (Chicago, Estados Unidos, 1940), también conocida como Raquel Welch, apellido que adoptó tras casarse con su primer marido, Jameswelch, y conservó como nombre artístico tras la separación. Como al resto de sus cónyuges, hasta cuatro a lo largo de su vida, al tal James lo aguantó una década. Suficiente. Luego llegarían Patrick Curtis, André Weinfeld y Richard Palmer. Con ninguno de ellos, absolutamente prescindibles para explicar su carrera –salvo Curtis–, superó ese límite temporal que por alguna razón siguió a rajatabla. Y es que la paciencia de esta actriz
dura lo que dura el abismo que separa su ascendencia británica por parte de madre –inflexible– y la peruana por parte de padre – take it easy–. Una paciencia equilibrada que le ha servido para dar forma a una carrera de erotismo y belleza.
Empezar hablando de la vida sentimental de Raquel Welch no responde a ninguna actitud vejatoria; al contrario, se trata simplemente de separar el grano de la paja. Hay que despojar al mito de lo accesorio, de lo que desvirtúa su esencia. Por eso no dejaremos para el final su aparición en el anuncio navideño de Freixenet en 1985 o sus tanganas legales con Hollywood cuando la despidieron de la película Destinos sin rumbo por "vieja" (10,8 milloncejos de dólares se llevó cuando demandó a los productores por discriminación). Welch ha publicado además libros de fitness –ojo, antes que Jane Fonda– y unas memorias de título impagable – Raquel: Más allá del escote–. Mencionadas las anécdotas, esta ganadora de un Globo de Oro en 1974 por su interpretación en Los tres mosqueteros es, con permiso de Ursula Andress, el gran mito erótico de los años 60 y 70. Sin duda, el mejor legado de ese comistrajo cinematográfico llamado Hace un millón de años.
Su leyenda se sustenta sobre los sólidos cimientos de la verdad. A saber cuántas estrellas de Instagram podrían hoy resistir dos horas de escenas en paños menores. Sin trampa ni cartón. Con un poco de maquillaje, nada más. Porque Raquel Welch nunca ha necesitado más. Ni siquiera en su adolescencia, antes de convertirse en sex symbol, cuando lanombraronmiss Fotogénica, Miss Figura Perfecta y Miss Reina de la Belleza. Tres de tres, sin pestañear. Y eso es algo que imprime carácter y mucha autoestima para comerse el mundo. Pero es que su nombre, Raquel, también forma parte de esta ecuación: de origen hebreo, significa "aquella que tiene criterio para gobernar".
Se casó joven, a los 19 años, con Jameswelch. En esa época empezó a recibir clases para formarse como modelo y presentadora, y pronto se convirtió en la nueva chica del tiempo de la cadena KFMB. Antes del gran salto, con dos hijos mediante, Damon y Tahnee, se curtió en pequeños papeles como actriz de televisión. Tras un lustro despuntado de manera discreta, el director John Rich le puso en bandeja su debut cinematográfico. Fue en la película El trotamundos (1964), una comedia musical en la que Elvis Presley obsequiaba al público con hasta once números histéricos de guitarra, voz y baile. Este padecimiento audiovisual no consiguió relanzar la carrera de un Elvis que acababa de regresar de su servicio militar pero sí puso en el mapa awelch. Inmediatamente después del estreno, que se saldó con críticas no muy navideñas, la actriz empezó a urdir un plan para cumplir con el mandato de su destino y saltar a la fama: se divorció de su marido, se dejó aconsejar por su mánager y más tarde marido Patrick Curtis –al principio la ayudó pero luego maltrató su carrera– y firmó dos películas: Viaje fantástico (1966) y Hace un millón de años (1966), su despegue definitivo.
No hizo falta que hablara o se esforzara demasiado. Rodeada de bestias, dinosaurios y hombres asilvestrados, el imponente físico de Raquelwelch eclipsó el cacao historicista que se había montado el director Don Chaffey. Su Paleolítico fantástico carecía de rigor académico y poco le importó mezclar churras con merinas. Pero, ¿y qué? Lo capital en aquel desaguisado no era hacer méritos para acabar en el archivo de la BBC, sino algo más chispeante: el nacimiento de El Cuerpo, apelativo por el que el todavía hoy se conoce awelch. Sus paseos sobre la morfología volcánica de la isla de Lanzarote, donde se rodó el filme, vestida con un escueto biquini marrón, la hizo inmortal. Sin Photoshop ni tratamientos de posproducción, sin trampas ni atributos que mutan o menguan. La actriz astilló así la vitrina donde se escondía la ilusión de la belleza fabricada de Hollywood, porque, de repente, la suya era de verdad. Su apariencia solo estaba levemente enriquecida por el trabajo de los profesionales de maquillaje y peluquería del rodaje, aunque tampoco en exceso –es evidente que hace un millón de años la gente iba con la cara lavada–.
Ese papel de cavernícola ilustrada le abrió las puertas del éxito de par en par y le permitió entrar en esa galería de imágenes con valor simbólico que forman parte del inconsciente colectivo. Y además con un mérito añadido: su cuerpo, su cara y su talento supuraban verdad. Esa cualidad que aparece cuando se descarta lo imposible, lo elaborado, lo engañoso, lo caduco; una condición simple y fácil de encontrar que siempre se busca en el camino más complicado.
Sin embargo, el físico de la estadounidense también fue su condena, ya que desde entonces nadie fue capaz de verla más allá del biquini. Aunque lo cierto es que tampoco hizo demasiado por remediarlo. En realidad, ¿qué podía hacer? ¿Trasplantarse la cara? ¿Atiborrarse de porquerías? ¿Dejarse marchitar? ¿Para qué? Aprovechó su momento y lo aprovechó bien. En los años siguientes participó en decenas de trabajos compartiendo plano con Marcello Mastroianni, Frank Sinatra, Dean Martin o Richard Burton. Tocó todos los palos: comedias, westerns, dramas… Su hoja de servicios, aunque muy nutrida, nunca alcanzó la relevancia que merecía. Las series de televisión se convirtieron en su refugio.
A sus 75 años, "aquella que tiene criterio para gobernar" sigue ejerciendo su poder. Sin arreglos, sin engaños, sin mentiras. Raquel Welch está por encima de la belleza fabricada, enriquecida o natural. Ella ocupa su propia categoría. La ocupa desde hace un millón de años.