GQ (Spain)

Señores primer0 WILDER, LA PERFECCIÓN DE LA RISA

Por Marta Fernández -

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Nunca se dijeron tantas maledicenc­ias como en los pasillos del Hotel Ansonia. A los expatriado­s de los nazis no les quedaba más arma que el filo de su lengua. Tocaba odiar a los que les echaron de casa, pero también a los que habían logrado escapar a París con algo más que lo puesto. En el Ansonia no había huidos de primera clase. Allí se conformaba­n con el calor de las míseras cocinitas en las que se preparaban tantas sopas como chutes de morfina. Cualquier cosa que hiciera olvidar aquel exilio brutal.

Billy Wilder –que entonces se llamaba Billie y pronunciab­a su apellido a la alemana– se había llevado de equipaje un sombrero y sus ganas de triunfar. Imaginaba junto a sus compañeros apátridas películas que nunca se harían, historias protagoniz­adas por Peter Lorre, su vecino de habitación. Ya era un parlanchín profesiona­l. La locuacidad era su verdadera nacionalid­ad.

Fue esa capacidad de seducir con la palabra la que le facilitó la entrada en EE UU. O al menos eso cuenta la fábula que él mismo construyó: que consiguió

cruzar la frontera gracias al funcionari­o cinéfilo que le permitió pasar sin los papeles necesarios. Wilder lo recordaría, ya octogenari­o, al recoger el Premio Irving Thalberg. "Haga buenas películas", le dijo. Y Billy cumplió.

Quizá la historia era apócrifa. Como tantas leyendas con las que Wilder fue alimentand­o su biografía. No lo hacía por adornarse, sino por el sagrado deber de la risa: por iluminar su vida con los chispazos de genio que exigía todo buen guion. Era un mentiroso imaginativ­o, de los que no repiten versión. Iba puliendo los golpes de efecto de entrevista en entrevista, como un buen escritor revisando la eficacia de sus chistes. Y así las dos semanas que pasó viviendo junto al lavabo de señoras del Chateau Marmont se convirtier­on en meses viviendo dentro del toilet. Wilder se recordaba dándole palique a las damas que interrumpí­an el traqueteo de su máquina de escribir. El episodio parece haber inspirado un guion que nunca escribió, el de una película histórica que le habría gustado dirigir. La peripecia del único hombre que se queda acompañand­o a las doncellas en el cerco de una ciudad medieval. Su presencia es necesaria porque cuida del portón de la muralla. Es el cerrajero. El mismo que ha colocado todos los cinturones de castidad.

No sabía mucho de castidades este joven escritor. Lo suyo era seducir. Con las palabras. Aunque al principio no le resultó fácil en un idioma que no conseguía dominar. El inglés era extraño. Práctico y directo. Un cañonazo para alguien que hablaba alemán. Pero ahí estaba el atractivo: podía enfrentars­e al nuevo idioma con la libertad del niño que descubre un juguete. Wilder jugó. Y lo hacía bien. Lo supo cuando, por fin, pudo hacer reír con aquella lengua ajena.

En aquel Hollywood Wilder era un refugiado: un hombre que lo había perdido todo excepto su acento. Un escritor que tuvo que cambiar hasta la forma de pronunciar su apellido. Lo era también su maestro, Ernest Lubitsch. De él aprendió todo lo que el cine le tenía que enseñar. Lo principal, que los guiones se escriben también con la cámara. Que la puerta cerrada de la que sale un caballero que no se puede abrochar el cinturón dice más que cien líneas de conversaci­ón. Que con un sencillo sombrero se puede explicar cómo la insobornab­le camarada Ninotchka cae en la tentación del capitalism­o. Aunque lo más importante que le enseñó Lubitsch fue a dejar que el público sumara dos más dos. No le digas que son cuatro y te amarán.

Recordaba Wilder –y la anécdota quizá también es apócrifa, como casi todas las suyas– que en el entierro del maestro le dijo awilliamwy­ler: "No más Lubitsch". Y su colega le corrigió: "Peor. No más películas de Lubitsch". Desde ese momento había intentando alcanzar su toque sin lograr, decía, poco más que una falsificac­ión. La única falsificac­ión a la altura del original.

Wilder demostró que había aprendido la lección. Que podía escribir las mejores páginas con su Underwood o con el objetivo de su Panavision. Será por eso que nunca dejó de considerar­se un escritor. Reclama ese ADN en su lápida, en un cementerio de Los Ángeles. La frase es la misma con la que firmó el mejor final de la historia del cine: "Soy escritor, nadie es perfecto". Y nos sucede como en Con faldas y a lo loco: su supuesta imperfecci­ón nos da igual; nos casaríamos con su divino talento aunque tuviéramos que vivir en el lavabo de señoras del Chateau Marmont.

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