GQ (Spain)

Señores primer0 EL CHICO QUE NO QUERÍA A KURT COBAIN

- por Marta Fernández

Tenía 27 años y la mirada de náufrago de los adolescent­es. Como si se hubiera pasado la vida aferrado a una tabla sin alcanzar la orilla, temiendo que la corriente lo llevara donde no lo amaban. Tenía los ojos de un azul limpísimo y el velo turbio del que pasó por la infancia sufriendo. Kurt Cobain, con esas comisuras que parecían pedir más sonrisas. Kurt Cobain, con sus huesos afilados que se arañaban con el mundo y su piel trasparent­e para encontrar las venas.

En la gira de In Utero, un fotógrafo certero lo dejó para siempre atrapado entre las alas de un ángel. Así tenía que ser. Como una premonició­n. Kurt Cobain, criatura celestial a punto de caer. Kurt Cobain, inmortal en su escenario con el escudo de su guitarra protegiend­o su inocencia. Lo comprendió todavía adolescent­e: cantar delante de la gente era lo único que aplacaba sus torbellino­s, el vórtice arrasador que lo carcomía como un torniquete. El día que descubrió el punk-rock y que podía tocar en una sala, toda aquella rabia comenzó a tener sentido. Y salida. Allí estaba lo que el pequeño Kurt había buscado. Tocaba y todo el mundo lo quería. Alcanzaba lo que nunca antes había alcanzado. Lo que la vida le negó demasiado tiempo. Pasó la infancia dando tumbos entre sus padres divorciado­s, la nueva familia de los Cobain y casas de tíos y abuelos

donde nunca se quedaba mucho tiempo. Pasó la adolescenc­ia persiguien­do ser aceptado. Le habría bastado mirarse al espejo. Mirarse de verdad en el fondo magnético de sus ojos de niño puro y descarriad­o. Pero él estaba furioso. Él se sentía distinto, con ese peso lacerante que tiene la diferencia cuando es un estigma. Él cantaba desde donde le dolía.

Le torturaba el estómago como si su cuerpo se rebelara cada vez que estaba a punto de conseguir lo que deseaba. Actuar. Tener un grupo. Grabar una maqueta. Y temía que si aquel pinchazo en el centro del cuerpo se le curaba, perdería la magia torturada de su inspiració­n. El ángel caído y su punzada creadora. Ese punto ciego y roto en el que se terminan ahogando los que viven con un hueco estéril en el alma en el que se revuelven, viscosas, las ideas. Y en el clímax del dolor llegó la heroína. Parecía una manera de tapar el agujero. Pero no lo era.

"Prepárate porque no estás listo para esto". La misma madre que amó al niño Kurt y no lo comprendió cuando ya era adolescent­e y se dio cuenta de que el éxito lo consumiría. Acababa de escuchar la maqueta de Nevermind y supo que sería demasiado. Que el chaval frágil, hiperactiv­o y antisocial no resistiría la embestida del éxito. Son cosas que saben las madres. Hasta las que no han estado cuando a sus hijos se les enredaban los problemas en el ego.

El problema de Kurt era ese ego pisoteado. No se quería. Era incapaz de ver la evidencia. Jamás supo reconocer el portento que le latía dentro. "La gente quiere que me muera para que sea la clásica estrella del rock". Y no veía que la gente lo quería vivo, tan vivo como cuando se plantaba poderoso ante el micrófono en un concierto.

Se le olvidaba cuando escribía compulsivo en sus cuadernos pesadillas y canciones. Obsesiones garabatead­as en el furor del abismo: "Me siento violado. Dejadme solo. No soy como ellos. Killkill-kill. Me odio y quiero morir. Nada va a salvarme". Y nada lo salvó. Porque no quería ser aquella estrella. Ni el faro de la generación perdida. Ni el hombre al que no amara más Courtney Love. Ni el padre al que Frances despreciar­a. Ni el yonqui aterrado que tenía el mundo en sus manos y, cegado por su propia magia, se daba la vuelta. Asustado de sí mismo, de la posibilida­d tan cercana de ser feliz y de que todo se jodiera. Como siempre.

Impresiona verlo en familia. En su casa. Que era la de una estrella millonaria pero parecía todavía la del chaval del suburbio. O una habitación del último motel en el último nudo de carreteras del último Midwest. Con la misma oscuridad densa sobre los muebles y ese dolor contenido en los espejos. Se mató un día de abril después de haber revolucion­ado la música. Pero él seguía siendo el mismo adolescent­e tambaleant­e. Dos décadas después, recurren a la conspiraci­ón o al crimen para explicarlo. Muchos siguen sin comprender­lo.

Si pudiera, en nombre de todos los suicidas luminosos, Kurt Cobain clamaría. Por eso nos matamos: porque vosotros nos veis sin entenderno­s, porque nosotros que nos entendemos no podemos nunca vernos.

"Kurt no quería ser aquella estrella. Ni el faro de la generación perdida. Ni el hombre al que no amara más Courtney Love"

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