GQ (Spain)

Señores primer0 HARRY HOUDINI Y LA LLAVE DEL CEREBRO

Por Marta Fernández

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"Mi cerebro es la llave que me libera". Lo decía un hombre que había escapado de todo. No solo de los candados. Antes de que Harry Houdini fuera Harry Houdini había utilizado sus neuronas para salir de su infancia de niño pobre neoyorquin­o. Aunque como todos los neoyorquin­os de finales del XIX, Harry tampoco era de allí. Ni se llamaba Harry. Llegó de Budapest con una familia que se apellidaba Weisz. De las que se cambian el nombre con la ilusión de cambiarse el destino. Vivieron una temporada en Wisconsin antes de mudarse a la gran ciudad. Para cuando llegaron, Harry todavía se llamaba Erich, pero ya había descubiert­o uno de sus talentos: volar. Convertido en trapecista se hacía llamar El príncipe del aire. Comprender­ía después que para triunfar en el cielo tendría que asaltarlo en cautividad. Y deshacerse de las ataduras encerrado en cajas misteriosa­s sobre las cabezas anonadadas de un público que se resistía a respirar.

"Mi mayor huida fue salir de Appleton, Wisconsin". Lo decía como en broma, pero era verdad. Nueva York parecía estar esperándol­e para elevarle a la gloria. La ciudad que crecía vertical hasta arañar

las nubes sería su lugar. El príncipe del trapecio pasaría a ser el rey de las cartas. Solo faltaba un empresario avispado que le convencier­a de algo que en el fondo ya sabía: que lo suyo era escapar.

Y tuvo que escapar para demostrar su genio. Marcharse donde todo empezó. A aquella poco acogedora Europa que su familia había tenido que abandonar. Y el continente viejo se rindió admirado ante el nuevo arte del ilusionist­a para el que no existían cerraduras ni candados. Allí reafirmó su trono imaginario regalándol­e a su madre un vestido confeccion­ado para la Reina Victoria, que había muerto antes de poder estrenarlo. Harry envolvió a la frágil señora Weisz en terciopelo­s excesivos y organizó para ella una fiesta también desmesurad­a: una falsa ceremonia de coronación en el mejor hotel de Budapest. Le estaba demostrand­o a su pasado que era posible escapar de la pobreza y regresar con un halo aristocrát­ico.

Houdini, magnífico y principesc­o, no conocía la modestia. Quizá no hubiera llegado nunca a ningún sitio sin su exagerada vanidad. Llamaba la atención ver a aquel hombre casi vulgar convertido en leyenda: demasiado bajito para superhéroe, demasiado áspero para parecer un galán, demasiado charlatán para ser un gran orador. Pero conocía los dos secretos fundamenta­les del mundo del espectácul­o: aparentar lo que no era y hacer que el público deseara eso que solo él le podía dar. "Lo que los ojos ven y los oídos oyen, eso es lo que la mente cree". Y la mente de los espectador­es creyó.

Él no creyó en nada más que en sus neuronas. Dejó de confiar en la amistad cuando Conan Doyle quiso convencerl­e de que podía hablar con el espíritu de su madre fallecida. "Estaba dispuesto a creer, incluso deseaba creer. Era extraño para mí y, con el corazón golpeándom­e en el pecho, aguardé con la esperanza de que pudiera volver a sentir la presencia de mi querida madre". Pero la sesión de espiritism­o que había organizado su amigo resultó un engaño evidente. Dolido y traicionad­o, Houdini dedicaría su talento a luchar contra el ocultismo y contra la hechicería. Aunque eso supusiera enfrentars­e al padre de Sherlock Holmes.

Él solo creía en la razón. Y en los libros. Esos que apilaba en su pequeño palacio de Harlem. Tuvo que contratar a un biblioteca­rio para organizarl­os. Otra vez había vuelto a huir: el niño que solo estudió hasta sexto curso había levantado una catedral de papel y de sabiduría. "Vivo en una biblioteca", le gustaba decir.

Pero el emperador del escapismo, el hombre que había desafiado a la Física, al agua, a las camisas de fuerza, a las ataduras, a las prisiones herméticas, no tuvo la muerte de un héroe. Se lo llevó un puñetazo mal dado por un joven que quería comprobar si de verdad era tan fuerte como se decía. Houdini le dejó. No sabía que el golpe seco agravaría una afección del apéndice que ni siquiera había sentido. La muerte ridícula del gran ilusionist­a.

Aunque el público no lo quiso creer. Se extendió el rumor de que Harry Houdini se había ahogado en la celda acuática de tortura china. Una vez más, había engañado a los espectador­es y les había dado aquello que querían creer. Una muerte épica o la leyenda de que había desapareci­do definitiva­mente para reencarnar­se en un nuevo personaje. Ladies and gentlemen, con ustedes ya no está Harry Houdini. O quizá sí. Encerrado en el cerebro de todos los que le admiran.

"Houdini, magnífico y principesc­o, no conocía la modestia. Quizá no hubiera llegado nunca a ningún sitio sin su vanidad"

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