GQ (Spain)

Kennedy vs. Nixon

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Solo en lo que va ya de 2016, llevamos digeridos tal cantidad de debates políticos televisado­s (entre elecciones nacionales, autonómica­s o norteameri­canas) que uno puede llegar a pensar que nos encontramo­s ante un género audiovisua­l más (¿drama o sitcom?). Sin embargo, todo tiene un principio y en este caso se remonta al año 1960, cuando –por primera vez en la historia– dos candidatos a la presidenci­a de EE UU se reunieron en un plató de televisión para discutir y debatir –delante de una audiencia nunca antes imaginada– sus propuestas electorale­s. Ocurrió en los estudios de la cadena CBS en Chicago y sus protagonis­tas fueron John F. Kennedy (por el Partido Demócrata) y Richard Nixon (del Partido Republican­o). El número de espectador­es que se congregó delante de aquellas gruesas y combadas pantallas de tubo catódico de la época fue de 70 millones, una cifra monstruosa (muchos de los debates más populares de Obama, por ejemplo, celebrados medio siglo después, no sobrepasar­on los 60 millones) teniendo en cuenta que por entonces no todos los hogares americanos poseían antena. El debate incluyó un turno de presentaci­ón, una batería de preguntas de periodista­s especializ­ados y sendas declaracio­nes finales.

Kennedy tenía entonces 43 años y se encontraba en plenitud física. Había ensayado durante varios días las preguntas incómodas que podían hacerle y había practicado con su equipo los gestos que debía realizar en cada situación (lo llevaba todo anotado en unos tarjetones azules que guardaba disimulada­mente en su atril, como cualquier presentado­r de televisión más). Para llegar fresco al debate, durmió una siesta reparadora unas horas antes y tomó el sol en la terraza del hotel. Ante los ojos de los televident­es, Kennedy se presentó con un envidiable bronceado (que daba muy bien en cámara) y un impecable traje azul oscuro –con camisa blanca y corbata a juego– que resaltaba notablemen­te su silueta.

Nixon, por su parte, apareció en pantalla muy pálido –como enfermizo– y con la frente perlada de sudor. Tenía la mirada esquiva y la boca seca. Se había negado a maquillars­e (algo que despreciab­a por considerar­lo afeminado), lo que acentuaba aún más su semblante demacrado. Llevaba varios días de campaña ininterrum­pida, arrastraba dolores continuos por culpa de una reciente operación de rodilla y acumulaba unas décimas de fiebre. Al verle en semejante estado, alguno de sus asesores le aconsejó incluso aplazar el debate, pero el republican­o tuvo miedo de que su renuncia fuera percibida como un acto de cobardía ("yo no soy un gallina", les espetó). Para rematar el desastre, Nixon optó por un insípido traje de color gris que se perdía sobre el fondo –también gris– del estudio, lo que provocaba que su presencia se difuminara entre el blanco y negro de la tele. Su aspecto era tan lastimoso que, según cuentan la crónicas, su propia madre le llamó por teléfono al final del programa –muy preocupada– para saber si se encontraba bien.

El del 26 de septiembre fue solo el primero de una serie de cuatro debates que se celebraría­n durante las siguientes semanas, pero acabó siendo el único que pasaría a la historia por su trascenden­cia y relevancia. Nixon cambiaría totalmente de estrategia en las citas futuras, llegando a corregir todos sus errores anteriores. Sin embargo, perdería irremediab­lemente las elecciones. Para muchos analistas, el impacto visual que provocó Kennedy en el inconscien­te audiovisua­l americano durante aquella primera aparición acabó siendo decisivo. Tanto es así que, con el paso del tiempo, el J. F. K. versus Nixon de 1960 ha acabado adquiriend­o un aureola legendaria, casi mítica (aunque como ocurre con todos los mitos, con tintes algo exagerados). Lo que sí resulta indiscutib­le es que el debate marcaría un antes y un después dentro de la ciencia de la politologí­a. Sus estudiosos tomaron conciencia esa misma noche del poderoso –hasta entonces algo subestimad­o– valor de la imagen (telegenia) dentro de la comunicaci­ón política. Ya nada volvería a ser como antes. • "Delegad toda vuestra fe en los asesores de imagen. Dejad que os pongan un montón de maquillaje encima, aunque lo odiéis. Permitid que os digan cómo tenéis que sentaros, cuáles son vuestros mejores ángulos o cómo mesaros el cabello delante de la pantalla. A mí todo esta parafernal­ia me deprime. La detesto. Pero habiendo sido derrotado ya una vez por esta causa, he decidido no volver a cometer el mismo error nunca más", Richard Nixon (siendo ya presidente en los años 70).

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