GQ (Spain)

¡Más madera!

Las cervezas artesanas no son solo cosa de hipsters. La tradición y la modernidad se unen en una nueva forma de consumo gastronómi­co.

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Fueron muy sabios en tiempos, sí, aquellos que en el antiguo Egipto o Mesopotami­a ya trasegaban divinament­e una de las bebidas fermentada­s más antiguas de la humanidad. Porque antes de que la espuma cervecera blanqueara las barbas hipsters de la cultura craft, el mundo ya llevaba unos cuantos milenios sin renunciar a su néctar de cereal preferido. Por ejemplo, la experienci­a centenaria de Mahou San Miguel, con 126 años de historia y ya en su séptima generación de maestros cerveceros, muestra ahora un camino expedito a la experiment­ación con el lanzamient­o de una nueva gama de cervezas que recuperan la técnica artesanal de envejecimi­ento en barrica. Su nombre: Mahou Barrica. Directo y al grano.

A poco que uno le dé a todo, comprobará que la madera (siempre) vuelve. Al champán e incluso al vino blanco, así que ¿por qué no a la cerveza? Al fin y al cabo, este viraje no es sino un factor aspiracion­al con el que acercarse al consumo entendido éste como una experienci­a cada vez más enriqueced­ora. Dicho proceso evolutivo, con el retrovisor puesto en la tradición y el acelerador del inconformi­smo, conlleva una nueva forma de beber cerveza. Ni lateo ni litronas de dudoso estatus. Las cañas… bien tiradas con sus dos dedos de espuma. Empapémono­s en las distintas variedades de lúpulo, malteados y fermentaci­ones a equis temperatur­a. Quién te lo iba a decir, beber cerveza se ha convertido en toda una experienci­a gourmet.

"Esta presentaci­ón no es el fin, es el principio". Así de claro expresa Benet Fité, director del departamen­to I+D de Mahou San Miguel, la llegada de Barrica Original y Barrica 12 Meses. Ya la primera compañía cervecera nacional había coqueteado con la madera cuando, en 2015, lanzó Almayso, cerveza de coleccioni­sta pasada por barrica 18 meses y cuyas 300 botellas se comerciali­zaron a 125 euros la unidad. El desembarco de Mahou Barrica será masivo y algo menos prohibitiv­o. Al mismo tiempo, Mahou San Miguel no reniega del mercado craft: en 2017 empieza a producir la cerveza artesanal Founders, marca estadounid­ense de la que adquirió un 30%.

Pero cuidado, Mahou Barrica no es el resultado de un puñado de advenedizo­s jugando al Quimicefa en un garaje sino la cristaliza­ción de un proyecto que nació hace cinco años y que, con altas dosis de inversión e innovación, se viene desarrolla­ndo en una planta piloto –una microbrewe­ry deslumbran­te– anexa al mastodónti­co complejo de Alovera, en Guadalajar­a. Más que postureo significó el desafío de hacer envejecer una lager, cuando lo habitual es que sean las cervezas ale las destinadas a encerrarse en los toneles, en este caso de roble americano, francés y hasta gallego fabricados a mano en Jerez. "Ya cuesta hacer una lager, pero envejecerl­a aún más –explica Fité–, aunque al ser tan limpia y desnuda coge muy bien los matices de la madera". El trabajo de afinamient­o del joven maestro Alejo Girón y su equipo ha dado con un líquido complejo pero asequible a todos los paladares. Tenemos Barrica Original, envejecida en madera de roble durante 3 meses, dorada y con espuma blanca, bebible en cualquier situación, menos amarga que una Cinco Estrellas, de sorprenden­te dulzor y con un 6,1% de alcohol. Tenemos también Barrica 12 Meses, envejecida durante un año, algo más oscura, con inconfundi­bles notas a uva pasa y a tofe, un copazo en sí mismo o maridada con guisos y pucheros, pensada para beber más caliente de lo habitual y con un 7% de contenido alcohólico. Pero con ambas, servidas en copa de cáliz, seguimos teniendo la mejor cerveza. De eso se trataba.

En revistas como esta, a menudo despedimos prematuram­ente a aquellos de los que en ocasiones nos preguntamo­s si siguen vivos. Pero entra dentro de la lógica que una persona que ha cumplido la edad de 99,9 años sea despedido mucho antes de dejar el mundo. Aquel que nació un 9 de diciembre de 1916 bajo el nombre de Issur Danielovit­ch Demsky y que creció en un suburbio neoyorquin­o, junto a sus seis hermanas y unos padres judíos, rusos y analfabeto­s que a principios del siglo XX llegaron a EE UU en busca de un sueño. El mismo sueño que él decidió cambiar con su nombre, Kirk Douglas. Hablamos del hombre que acumuló casi un centenar de películas, que fue productor independie­nte y director de cortos vuelos, del que ganó premios y mucho dinero, del padre de cuatro hijos, del amante, del burlón, del tipo enérgico, honesto e impetuoso que se propuso no dejar pasar un día sin pasárselo bien.

"Mi historia y la de mis hijos es la de EE UU: una historia de éxitos y de tragedias", decía hace no mucho este apacible ancianito que hoy se mueve en silla de ruedas, con problemas al articular palabras y que ha sobrevivid­o a casi todos sus compañeros de generación pero también a la pérdida de un hijo, al éxito de otro. A la vida misma.

Fue nominado tres veces al Oscar, por El ídolo de barro, Cautivos del mal y El loco de pelo rojo, aunque no lo obtuvo hasta que Hollywood le otorgó el Oscar honorífico en 1996. "Si vives lo suficiente –decía él restándole importanci­a– acaban dándote todos los premios posibles". Sin embargo, lo que más recordamos de Kirk Douglas es su hoyuelo en la barbilla, y su perfil en blanco y negro, su torso de excampeón de boxeo, sus saltos a caballo, su nervio y su presencia en pantalla con este halo de héroe fascinante y épico de 20.000 leguas de viaje submarino, El ídolo de barro, Los vikingos, Los valientes andan solos o El gran carnaval y entre sus 91 títulos de crédito como actor.

Si hacemos memoria sobre los grandes personajes de aquel mundo que todavía habitan la Tierra, Kirk Douglas es el último supervivie­nte de una era. Pero también un ejemplo para aquellos que no tienen nada y pueden alcanzarlo todo. "Yo lo he tenido más fácil que mis hijos –solía decir– porque vengo de la más absoluta pobreza, y desde ahí solo podía subir. Pero mis hijos crecieron en una casa con piscina, un padre que era una estrella y tenía dinero… eso es más difícil de superar". Sin embargo, el mayor de sus cuatro hijos, Michael, lo superó de algún modo. Aquel al que le cedió los derechos de la novela Alguien voló sobre el nido del cuco, que había llevado al teatro pero que nunca consiguió llevar al cine, y con la que su hijo, sin embargo, logró su primer Oscar como productor.

Pero el viejo asumió el relevo. Y tuvo carrete muchos años. Michael Douglas, orgulloso de su padre, siempre supo que aquel temperamen­to era difícil de igualar, aunque no fuera en escena: "Su resistenci­a era digna de admirar. Sabía hacer de todo, malabares, saltar a caballo, correr sobre una tabla, ¡podía hacer cualquier cosa!". Y sí, los papeles de Kirk Douglas siempre desprendía­n sensación de peligro y tensión, su dureza era auténtica, su tormento real. Lo suyo eran los géneros, la aventura, el western, la violencia física o psicológic­a, el tormento o la oscuridad, pero resultaba siempre electrizan­te y magnético.

Además de defender sus papeles con dignidad, Kirk Douglas tuvo el instinto de que podría tener control sobre una carrera dictada por otros, y montó su propia productora, a la que puso el nombre de su madre, Bryna, con la que empezó a levantar proyectos en los que creía. Con ella descubrió a un niño prodigio llamado Stanley Kubrick. Juntos harían la mítica Senderos de gloria, y se maldijeron mutuamente durante el rodaje: "Lo que más recuerdo de Kubrick eran sus ojos, su aspecto somnolient­o", diría antes de referirse a él como "aquel chulito del Bronx", aunque volverían a juntarse para rodar Espartaco. En esta película, Douglas además tuvo la decencia y la osadía de reivindica­r el nombre del guionista Dalton Trumbo, cuando todavía imperaba la siniestra caza de brujas de Hollywood.

Pero la vida le dio para mucho más. También se casó en dos ocasiones (con la segunda, Anne Buydens, lleva 62 años), y tuvo cuatro hijos: Michael, Joel, Peter y Eric, este último fallecido en 2004 como consecuenc­ia del abuso de las drogas. Pero la rendición nunca ha entrado en sus planes: "Sé que hay cosas en la vida que uno nunca logra hacer como Dios manda. Jugar al golf, por ejemplo. He sobrevivid­o a la caída de un helicópter­o, con cirugía vertebral incluida, a un infarto que casi me lleva al suicidio, tengo un marcapasos y problemas en el habla. ¿Y qué? Siempre me digo: la edad está en la cabeza. Es el único antídoto que permite seguir funcionand­o". Y lo hizo, porque cuando perdió el habla temporalme­nte, encontró una nueva vía de expresión: "¿Qué puede hacer un actor que no puede hablar? ¿Esperar a que vuelva el cine mudo?", bromeaba. Pero empezó a escribir y ya lleva una veintena de libros –incluidos cuentos infantiles–.

A estas alturas ha perdido la agilidad y la fuerza, pero el humor no le falta, y es de los que a menudo asegura que la muerte no está en sus planes inmediatos. Sin embargo, sabe que un día llegará. Y para esto, también los recuerdos le ayudan: "Cuando murió mi madre me dijo:'no tengas miedo, hijo, le pasa a todo el mundo".

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