GQ (Spain)

Señores primer0 PERRA Y CABALLERO: GORE VIDAL

Por Marta Fernández

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"Jamás pierdo la oportunida­d de tener sexo o de aparecer en televisión". Lo decía Gore Vidal, que se tomaba los dos asuntos, como lo que eran: una fiesta para su ego, una muesca más para su colección. En la cama o en la pantalla dejaba constancia del valor de sus neuronas y de la fuerza irrefrenab­le de su sensualida­d. Era un ser sobrenatur­al, un fenómeno de lucidez, un fogonazo de incandesce­ncia carnal. Hermoso, patricio, brillante hasta el deslumbram­iento, desvergonz­ado, exquisito. Era letal.

El diccionari­o parecía inventado para resbalar por el filo de su lengua. Gore Vidal, el Humpty Dumpty yanqui, refugiado altivo sobre el muro de los incomprend­idos. Ese era el peligro de ser una apisonador­a verbal: terminar caminando sobre los pedazos de los que no sobrevivir­án, mirar el mundo desde el pináculo más alto de la torre de marfil. Al que nadie podía llegar.

"La clase es uno de los asuntos más peliagudos con los que tiene que lidiar

un escritor estadounid­ense y uno de los más difíciles de evitar para un escritor británico". Vidal tenía clase. Había nacido así. En West Point. Hijo de la aristocrac­ia demócrata a la que le bastaba con el título de haber fundado un país. Su superiorid­ad no se justificab­a en el azul de la sangre sino en el resplandor de su cerebro. Ese era su lugar: el de los extremadam­ente inteligent­es y ridículame­nte mejores. Una condena a la soledad.

"He conocido a un joven egoísta e infeliz" lo diría Tennessee Williams impresiona­do por el aplomo de aquel muchacho. Por su excepciona­l desenvoltu­ra y su insatisfac­ción. Bastaba con verle para entender que no iba a alcanzar la felicidad. Gore Vidal competía contra un ser imposible de vencer: él.

Ya mayor, retirado en la costa amalfitana, escribía en una habitación decorada con primeras páginas en las que solo aparecía su rostro y su nombre. Time. Life. The New York Times. "Cuando entro en esta habitación cada mañana para trabaera jar me gusta recordarme quién soy: yo". Y parecía pronunciar ese yo con una mayúscula que resonaba clara y narcisista.

Perra y caballero. Se presentaba así. Gore Vidal, la perpetua contradicc­ión, la paradoja que se retroalime­nta. El mundano y el intelectua­l. El antipatrio­ta y el último americano de verdad. El erotómano que se tiró a Tyrone Power, a Rock Hudson a Kerouac y hasta a Fred Astaire compartirí­a su vida con un hombre con el que no iba a tener nunca sexo.

Conoció a Howard Austen en los baños turcos más frenéticos de Chelsea. "Empezamos a hablar y acabamos en la cama. Y fue un desastre." Estuvieron juntos 53 años. Hasta que Howard murió. Gore Vidal no sabía estar sin él. No podía estar sin él. No quería estar sin él.

Recordaba su hermanastr­a la angustia el día que perdió una foto que siempre llevaba en la cartera: el pequeño Howard con el pelo a tazón y zapatitos de charol. Gore estaba tan disgustado que apenas podía hablar. Aquel niñito para él la única imagen de la pureza. "Es la única persona buena que conozco. Lo es de verdad."

Vidal había pasado la vida empeñado en no parecerlo. Se obstinaba en mantener su mito sobre el pedestal. En disparar aquí y allá. "Las cuatro palabras más hermosas de nuestro idioma son: ya te lo dije". Lo podía decir él que lo había dicho todo. Y lo había dicho antes. Y mejor. Había dicho hasta lo que estaba por pasar. "Según vaya avanzando la era de la televisión, los Reagan serán la norma, no la excepción. Ser perfecto para la pantalla es todo lo que un presidente tiene que hacer."

En los 80 Vidal vaticinaba el secuestro catódico del que la política no podría escapar. Aunque jamás esperó que llegaría el día en el que la perfección televisiva sería equiparabl­e a la absoluta vulgaridad. Ese vicio que él no iba a soportar.

Eran estos vicios menores los que le desquiciab­an. Pecados mezquinos y cotidianos. Intolerabl­es. Como la envidia. "Es el hecho central de la vida americana." Pero era fácil envidiar a Gore Vidal que todo lo tuvo. Hasta para él mismo.

"Vidal se empeñaba en disparar aquí y allá: 'Las cuatro palabras más hermosas de nuestro idioma son: ya te lo dije".

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