GQ (Spain)

PEQUEÑO NEIL

- señores primer0 por Marta Fernández - PERIODISTA

Cuando cumplió los diez años sus padres le construyer­on una cabaña en el jardín. Era el regalo perfecto, porque allí el pequeño Neil podría hacer lo que más le gustaba: leer.

Había descubiert­o su fascinació­n con apenas tres años. La culpa la tuvo Noddy, un niño marioneta inventado por la escritora Enid Blyton que correteaba feliz y dibujado de página en página con su gorrito adornado con un cascabel. En aquella época, el pequeño Neil creía que los cómics eran así: ilustracio­nes con un texto al pie. Entonces ni siquiera sabía que existía una especie de nube blanca que podía salir de la boca de los personajes para hacerles hablar, pero no tardaría en descubrirl­o. Descubrirí­a también que existían estridente­s monosílabo­s encerrados en una especie de estrella –Pow. Bam. Zap– y que así era cómo Batman ganaba a los malos, porque con una onomatopey­a dejaba claro su poder.

El pequeño Neil se había pasado al hombre murciélago. Aquello de las sombras y los diálogos con bocadillos le iba más. El personaje le hipnotizó en una serie de televisión en casa de sus abuelos. No sabía entonces cómo iba a cambiar su vida aquella obsesión infantil, como no sabía tampoco lo que iba a suponer un tesoro que tenía un niño del

vecindario: un libro en blanco y negro con los dibujos de Charles Addams. Neil solía ir a su casa solo para verlo. Aquellos chistes tétricos le parecían más bien adivinanza­s, aunque nunca pilló la broma del caníbal: "La cena está exquisita, cariño. ¿Quién es?". Se quedaba extasiado con las casas encantadas, con las caritas fantasmagó­ricas, con una dama espigada y cadavérica que tejía un vestidito para un bebé que podría tener un nombre bíblico como Caín. Le gustaba imaginar el resto de la escena, qué pasaba antes y qué sucedía después.

Un día el vecinito se mudó y se llevó el libro. Neil se tuvo que conformar con recordar; y pasarían años hasta darse cuenta de que aquella serie de una peculiar familia monstruosa que tanto le había gustado tenía que ver con los dibujos de Addams. Mucho tiempo después, cuando el pequeño Neil ya no era pequeño, sino un autor de éxito, acabaría comprándos­e una casa como la que le cautivó a los siete años: una mansión de estilo Queen Anne en los bosques de Wisconsin.

Mucho antes de tener su propio fantasma en el ático, el pequeño Neil tenía los personajes en su imaginació­n. Había descubiert­o la otra cara de la moneda de leer, que es contar. Lo hacía bien. En el colegio se había ganado cierta reputación con sus historias de una rana que viajaba en el tiempo. A sus compañeros les encantaba, así que explotaba el personaje en cada recreo y en cada redacción. Hasta que le cambiaron de escuela y el profesor le devolvió el primer escrito que presentó con una nota bien clara: "Esto es bastante estúpido". Neil comprendió: no te puedes llevar los personajes de un colegio a otro porque son universos distintos. Así que enterró la rana. Había más por inventar. Como había más por leer. Todo parecía infinito.

A los siete años le regalaron los libros de Narnia. C. S. Lewis era lo más sorprenden­te que le había pasado en su vida lectora, con la excepción de un cuento de Bradbury. Forró los ejemplares con celofán como si fueran de la biblioteca y los leyó mil veces. No tenía posesión más preciada hasta que su padre llegó con La Caja. Nunca pudo explicarle después de dónde salió. Serían esos dioses americanos de los que escribió después, porque La Caja estaba llena de cómics estadounid­enses que ni siquiera había imaginado. Más Batman. Los Cuatro Fantástico­s. Algún Spiderman. La fue completand­o con lo que podía comprarse con el poco dinero que tenía un chaval de su edad: un número cada semana que elegía con la dedicación de un buscador de oro del Yukón.

Todos aquellos tesoros impresos acabaron en la caseta del jardín. La versión infantil del cenador donde ya de mayor escribiría en su casa americana. El refugio apartado en el que la única compañía son las abejas que se agolpan sobre su ordenador, el fantasma que a veces se asoma desde el ático o los espíritus traviesos de su imaginació­n. Esos que han crecido con Neil Gaiman desde que era aquel pequeño Neil que repartía su tiempo entre leer y contar.

"El pequeño Neil Gaiman había descubiert­o la otra cara de la moneda de leer, que es contar; y lo hacía bien"

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