Cartier y la belleza
Desde 1847, la firma francesa ha representado dentro del universo relojero la sofisticación y exquisitez del lujo parisino. Ahora una exposición –comisariada por Norman Foster– reúne en Londres 170 años de diseños únicos, personajes eternos e historias in
en la ciudad más atea del mundo tienen una catedral con nombre de película de Disney, un emperador enterrado al más puro estilo faraónico –dentro de siete sarcófagos, bajo la cúpula de los Inválidos– y una enorme cruz en forma de torre Eiffel. Allí donde las tiendas cierran a las siete de la tarde y un rascacielos –el de Montparnasse– revela las grietas de su grandeur, todas las costumbres vivas y muertas adquieren un significado especial, casi ritual. Los jóvenes reciben su bautismo con una copa de vino en una mano y un cigarrillo en la otra –mientras hacen pis a orillas del Sena–; y los integristas se retuercen de rabia y asco cuando comprueban que en la capital de Francia se rinde culto a todos los pecados: el placer, la razón y el lujo.
Lo mejor de París es que sus debilidades se pueden despachar en un solo párrafo; para explicar su magia, por el contrario, se necesita el tiempo que tarda en agotarse la pila de un reloj Cartier. Precisamente esta firma relojera es una de las piezas fundamentales del relicario municipal, donde lo sagrado y lo exquisito tienen el mismo valor. 170 años de historias increíbles y creaciones hacen que, una vez más, resulte imposible separar lo divino de lo sublime.
Desde que en 1847 Louis-françois Cartier tomara las riendas del taller situado en el número 29 de la Rue Montorgueil, la república francesa se ha refundado cuatro veces –con sus respectivas leyes constitucionales– y ha participado en varias guerras. Para los herederos de la marca, no obstante, lo esencial no ha cambiado: las agujas de sus relojes han seguido marcando un ritmo constante y decidido, sin pausas ni palpitaciones. En tiempos inciertos, el lujo es el único valor seguro.