FRANÇOIS TRUFFAUT, EL CINE Y NADA MÁS
"Las películas lo eran todo para él: el placer y el dolor, la verdad y la ficción, el amor y el odio, la sombra y la luz. Esto lo aprendió en el Cinéma Pigalle"
"¿Qué es un director de cine? Un hombre al que le hacen constantemente preguntas sobre todo; y a veces tiene las respuestas". François Truffaut, convertido en su álter ego Ferrand, atraviesa el decorado de La noche americana mientras un responsable de atrezo le muestra dos pistolas. "¿Cuál elegimos?". "Ésta. Alphonse tiene las manos pequeñas".truffaut/ferrand camina sin detenerse. Contesta sobre la marcha. Como si no se hubiera parado a pensar; o como si lo hubiera pensado todo de antemano. Decía que hacer una película es estar tomando decisiones durante un año. Antes del rodaje, durante y también después. De eso trata
La noche americana. De eso trató la vida de Truffaut: de buscar las respuestas en la luz de la pantalla. Descubrió de muy niño que prefería el reflejo de la vida a la vida misma. Que en el mundo de la ficción podía encontrar lo que no encontraba en la realidad. En los libros o en las imágenes que se desplegaban en el Cinéma Pigalle. Allí se escapó una mañana de escuela cuando tenía diez años para ver Les visiteurs du soir de Marcel Carné. Esa tarde su tía pasó por su casa para llevarle a ver una película. Había elegido la misma; y él, que no podía confesar su travesura, la volvió a ver. "Fue exactamente aquella tarde cuando comprendí hasta qué punto puede ser emocionante profundizar íntimamente en una obra que se admira y llegar a hacerse la ilusión de que uno revive la creación". Años después entendió que la verdadera fascinación estaba precisamente en crear.
Truffaut hizo de las salas de cine su verdadera escuela. Allí aprendió a vivir y aprendió a mirar. Allí, el niño sin padre buscó la paternidad en el talento de otros. Allí empezó a rendir el primer homenaje a los directores que luego homenajearía en Cahiers du Cinéma: Cocteau, Rossellini, Hitchcock, Renoir. "El cine importa más que la vida", decía sin darse cuenta de que el cine y la vida eran lo mismo en él, un genio que había conseguido la alquimia perfecta entre el fotograma y sus recuerdos en un personaje: Antoine Doinel. Le gustaba explicar que Doinel se había despegado de él mismo para terminar convirtiéndose en el actor que le daba vida, Jean-pierre Léaud; pero vibraba en él tal pulso biográfico que la gente les solía confundir. "Yo a usted le conozco. Lo vi ayer por la televisión", le dijo el dueño de un bistró después de que se hubiera emitido en un programa una secuencia de Besos robados. Por más que Truffaut lo negara, aquel hombre que le acababa de servir el café no se iba a dejar engañar: "Era usted, sólo que un poco más joven". En cierto sentido, era verdad.
"Si he escogido expresar la soledad de un niño es porque no me encuentro lejos de mi infancia". Ni se encontraba lejos de aquellas es-
capadas matutinas al cine, ni del reformatorio en el que lo internaron en la adolescencia, ni del hogar con el padre ausente.
En el fondo, nunca dejó de ser aquel chaval de ojos gigantes que, deslumbrado por la luz de una pantalla, descubrió lo que realmente quería hacer. Nunca dejó de admirar con ingenuidad generosa ese primer descubrimiento. Nunca dejó de amar al cine sobre todas las cosas. Porque eso era el cine para él: un acto de
amor. Lo era cuando se ponía detrás de la cámara y cuando se ponía delante. Cuando aceptaba actuar para Spielberg porque le gustaban sus películas. Cuando escribía sobre los autores que habían hecho de él el cineasta que luego fue. Cuando sacralizaba a las estrellas del viejo Hollywood o a los directores clásicos americanos que la crítica envarada rechazaba por su éxito comercial. Cuando entrevistaba a Hitchcock con la reverencia detallista del que había asimilado sus planos como si fueran una transfusión.
"Entiendo dejar a un hombre por una película, pero nunca dejaría a una película por un hombre", dice la script de La noche americana. Como su personaje, Truffaut no entendía que hubiera algo más esencial que el cine. El cine lo era todo: el placer y el dolor, la verdad y la ficción, el amor y el odio, la sombra y la luz. Esto lo aprendió en su particular escuela: la sala oscura del Cinéma Pigalle.