LUJO INTRAMUROS
Nos colamos en el backstage del último desfile de Boss para este otoño-invierno y acompañamos al modelo internacional Erik van Gils en su maratoniana jornada de trabajo. Esto es lo que vivimos.
Apesar del clima –un triste grado en la Quinta Avenida– y un tráfico más propio de Nueva Delhi que de Nueva York, el pasado 1 de febrero la capital del mundo acogió el esperado regreso de Boss a su semana de la moda masculina –no desfilaba allí desde 2008–. GQ asistió y presenció de primera mano el buen estado de forma del equipo creativo liderado por Ingo Wilts, cuya propuesta para este otoño rinde un homenaje al viajero internacional. La selección cromática y las piezas estrella de la temporada dibujan una elegancia 100% vanguardista.
Todo eso y más es lo que vimos sobre la pasarela y entre bambalinas, gracias a la inestimable ayuda de nuestro infiltrado en el casting, el modelo Erik van Gils, quien nos invitó a conocer de cerca su trabajo. La víspera de la presentación lo acompañamos a las pruebas de vestuario, donde los responsables de Boss le tomaron las medidas y le asignaron los looks; y al día siguiente nos citó cuatro horas antes de la hora fijada para el show. ¿El motivo? Los ensayos previos y las interminables sesiones de maquillaje y peluquería. A la hora de la verdad, nuestro cómplice llegó, vio y venció. Damos fe de ello.
Mi secreto para seducir se basa en tratar a las verduleras como duquesas y a las duquesas como verduleras". Esta cita de dudoso gusto bien podría resumir la mentalidad actual de la industria del lujo. Su sagaz autor, Beau Brummell, se arruinó, conoció la cárcel e inventó una doctrina absolutamente inútil pero maravillosa llamada dandismo –arquetipo de hombre refinado y entregado a los placeres epicúreos–. Su controvertida fórmula para convencer, consistente en desclavar a alguien de su realidad cotidiana y permitirle experimentar una ficción, se ha convertido en una máxima de obligado cumplimiento para toda marca que aspire a ser relevante.
El lujo sigue siendo ese bello refugio que nos abstrae de lo ordinario –como el cine, la música, el arte o las redes sociales–, pero en los últimos años su esencia original ha sido desprovista de todo prejuicio clasista, racista o de carácter creativo. Esto ha provocado el nacimiento de iconos improbables –Kanye West o Adwoa Aboah– y alianzas impensables –Supreme para Louis Vuitton, Gosha Rubchinskiy para Burberry u Off-white para Moncler–; así como el lanzamiento de diseños que desafían el gusto clásico. Eso sí, que nadie confunda ciertas concesiones aperturistas con la instauración de un régimen democrático, pues el lujo se rige –y se regirá– por un sistema plutócrata absolutamente inflexible. El precio que marca la etiqueta es el filtro definitivo y más eficaz para recordarnos que, a pesar de la experimentación y el circo, existe una alambrada inevitable y necesaria.
Lo que hoy marca un antes y un después es todo lo demás: la relajación de estándares trasnochados que la industria de los caprichos ha reconocido ineficaces. Su clientela ya no es sólo occidental, blanca, heterosexual y aristocrática; el nuevo consumidor no tiene una edad o nacionalidad definidas y vive en un mundo globalizado, rebosante de matices.
LA POSMODERNIDAD
El lujo ha pasado de ser un pasatiempo de la clase ociosa a ser un fenómeno absolutamente transversal, basado en la apropiación cultural y condicionado por el indiscutible dominio de las redes sociales –la política actual, los medios de comunicación y cualquier expresión contemporánea también podrían encajar en la misma ecuación–. Independientemente de su sexo, las verduleras y las duquesas de Brummell son la gente común, personas con la noble necesidad de jugar a soñar y desdoblar su personalidad. En definitiva, vivir varias vidas en una sola existencia.
Debe alegrarnos que la industria del lujo haya roto sus costuras y haya satisfecho el noble anhelo de distraernos mediante la comunión de la alta y baja cultura. Es bueno que el sello streetwear más legendario de todos los tiempos, la veinteañera Supreme, se alíe con una maison centenaria; es bueno que el agitador más importante del último lustro, Demna Gvasalia, dirija la casa Balenciaga y vendiera mecheros de firma en la malograda Colette; y es bueno que Gucci y Dolce & Gabbana hayan reconectado con los millennials, uno vendiendo sudaderas y camisetas icónicas y el otro invitándoles a subir a la pasarela.
En conclusión, es bueno constatar que Yves Saint Laurent estaba en lo cierto cuando proclamó "¡abajo el Ritz, viva la calle!". A falta de pan, buenas son tortas.