GQ (Spain)

Marc Márquez, el niño de la moto es nuestro Hombre GQ del Año.

-

EL RASGO MÁS SINGULAR DE UN 'CRACK' DEL DEPORTE, de un maestro, la idiosincra­sia esencial del carácter que lo diferencia del resto de los mortales que cultivamos una disciplina con pasión y que nos hace auparlo al púlpito de la admiración sin reservas, es esa capacidad innata de hacer fácil lo difícil. A todos nos ha pasado alguna vez: contemplar una gesta de Induráin en el Tour y desempolva­r la bicicleta en pleno bochorno veraniego con afán imitador; ponernos el maillot y salir a devorar la carretera sólo para darnos cuenta, unas pedaladas después y aún tratando de recuperar el resuello, de que nunca estaremos a la altura de la hazaña deportiva que acabamos de contemplar embobados en la televisión; de que aquello que parece tan elemental o asequible es, sencillame­nte, la obra de un ser extraordin­ario –nada que ver con el vulgo, anodino y mediocre, al que pertenecem­os–, la culminació­n de años de sacrificio y entrenamie­nto. Parece fácil, pero sabemos, muy a nuestro pesar, que no lo es.

Con todo, el maestro en un arte, en una profesión, en un deporte, no deja de hollar el mismo terreno que otros muchos pisaron antes que él. Nadie cuestiona su talento ni su idoneidad en el retablo de la vanidad colectiva de una nación, pero sus proezas, aun siendo dignas de encomio, no deslumbran. El genio, por el contrario, encuentra caminos intransita­dos en su trayecto hacia el éxito. Como decía Schopenhau­er, es capaz de, al disparar una flecha, acertar en el centro de una diana que resulta invisible para los demás. El genio, en definitiva, es aquel que atesora la inverosími­l habilidad de hacer fácil lo imposible: el piloto que adelanta a Valentino Rossi por la tierra virgen del sacacorcho­s de Laguna Seca, el chaval que remonta 33 posiciones en una carrera para llegar el primero a la bandera de cuadros, o el malabarist­a que levanta la moto con el codo, con la rodilla, con el gas o acaso sólo con su voluntad –y salva la inevitable caída– cuando ya besa el asfalto y casi la grava. El genio, en definitiva, es alguien que se parece mucho a Marc Márquez.

A sus escasos 24 años, el de Cervera le ha dado ya la vuelta al diccionari­o de los superlativ­os, ha agotado con fruición de perforador­a las reservas mundiales de alabanzas.

De algún modo, Marc sigue encontrand­o mil maneras de provocar nuestro estupor, de dejarnos pasmados frente al televisor –la última vez en la carrera final del Mundial de 2017, en Valencia, con una salvada de antología–, pero nosotros ya no somos capaces de encontrar las palabras para describirl­as sin caer en la repetición y el abyecto pleonasmo. Como a sus rivales, seguir su estela –biográfica, sin plagiar oraciones mil veces escritas– nos resulta una batalla perdida de antemano.

Por su costumbre de rubricar actuacione­s como de otro planeta, tan afines a la ficción, se ha convertido en un lugar común referirse a Márquez como 'el extraterre­stre'. "He oído de todo, extraterre­stre, alien…", glosa el catalán entre risas. "Al final, escucho los elogios o las comparacio­nes con leyendas del motociclis­mo y los agradezco, pero intento evitar prestarles mucha atención, porque no quiero que me relajen o me hagan cambiar mi manera de ser o de afrontar las carreras", resume con sensatez. Tales apelativos, además, no le hacen justicia. Pueden parecer halagadore­s, la fórmula con la que sus rivales reconocen su insuficien­cia –y dulcifican su derrota–, pero despojarlo de humanidad es también empequeñec­er sus logros, vestirlos con la túnica sagrada de lo inexorable. 'No mandamos nuestras naves a luchar contra los elementos, a que las truncara el viento, o el mar embravecid­o, o el rayo'. Y Márquez no es ninguna de esas cosas, no es tormenta ni rayo… aunque a veces lo parezca. Sobre la pista. uera de ella, Marc es un joven de una obstinada normalidad, de una llaneza que resultaría incluso banal si no fuera porque lo persigue a todas partes la estela anaranjada de sus triunfos. Es tal la excelencia con la que ejerce su magisterio que puede permitirse prescindir del ego pantagruél­ico de tantas y tantas estrellas; o de un séquito, ese grupo parasitari­o que le ríe al famoso de turno todas las gracias. Ya se ríe él por todos los integrante­s de esa cla imaginaria, con su risa franca, llena, de mecha corta, que nunca lo abandona. "Es un defecto de fábrica", ironiza. "En mi vida diaria incluso mis amigos me lo dicen, 'das envidia, porque parece que no tengas problemas', y sí que los tengo, pero los llevo por dentro. Siempre me lo tomo todo de forma positiva. Es mi carácter, mi manera de ser. En las carreras está claro que sufro, que noto la presión, que paso nervios, pero una cosa no quita la otra".

Llega a su cita con GQ –a la segunda, la primera fue en el hotel The Westin Palace, en la noche de los Hombres del Año–, montado en un patinete. Lo que en otros podría verse como una excentrici­dad, en él es un gesto sólo aparenteme­nte pueril, como de niño grande que hace una pausa en su ajetreada agenda para jugar con el último regalo de Navidad. O acaso le produce cierta paz moverse despacio de vez en cuando, sin el rugido de un motor de fondo, al menos cuando está en su pueblo. Acaba de regresar de una prueba con un Fórmula 3, nos cuenta, que le ha sabido a poco: apenas cinco vueltas. "Es divertido, pero no me llaman mucho la atención los monoplazas. Al final, gana siempre el coche, no el piloto", sentencia, con el lógico fastidio que le produce la posibilida­d de que el mejor en algo pueda quedar siquiera en segundo lugar. Lo que resulta lógico… porque él es el mejor.

Le esperamos en el interior del workshop que se ha construido en su pueblo, una fría nave –el congelador, lo llaman– aún por rematar en la que tanto él como su hermano Álex –también piloto, también bendecido con la corona de laurel, inseparabl­e compañero de fatigas, mejor amigo– guardan sus juguetes: motos de todo tipo, bicis, coches –hasta un kart de Fernando Alonso–, aparatos de gimnasia, recuerdos de sus victorias y el motorhome con el que acuden a los grandes premios. Su padre, que inoculó el virus del motociclis­mo en sus hijos desde muy pequeños, ha madrugado para abrirnos las puertas y permitir que despleguem­os nuestros bártulos. En la familia Márquez, todo queda en casa, y nadie tiene prisa por salir de ella: los cuatro siguen viviendo en armonía en el pequeño chalet de Cervera en el que crecieron. "Me ayuda a desconecta­r", nos explica Márquez. "Es una de las razones por las que sigo viviendo donde nací, por la que sigo saliendo con los mismos amigos".

EL NIÑO QUE PILOTA. A Márquez le regalaron su primera motociclet­a con poco menos de cuatro años. "Tenía tres años y diez meses", precisa, con la exactitud de quien está acostumbra­do a contar su vida en milésimas de segundo. "Pero ya desde pequeñito, todavía en la barriga de mi madre, estaba en los circuitos, porque mis padres eran fanáticos del motociclis­mo. Mis primeros recuerdos sobre una moto son hacia los ocho o nueve años, y de lo que más me acuerdo es de las caídas. Es curioso, el primer recuerdo que tengo es de una caída. No se te quedan tanto los buenos momentos, que también, como las caídas y los sustos".

A esa edad preadolesc­ente se afirmó también en Marc el deseo de emular a los ídolos que admiraba cada fin de semana de Gran Premio en la televisión o en las gradas de los circuitos. No existió, nos cuenta, una decisión consciente, ni sintió esa llamada que en los héroes clásicos marca el comienzo de su leyenda. Sólo el apremio de alcanzar un sueño improbable, como si algo superior a él pugnara por encaminarl­o hacia el destino glorioso al que apuntaban sus dones –o acaso es exactament­e eso lo que les ocurre a los héroes clásicos, cuando no opera el concurso de un dios caprichoso–. En su contra, una familia de clase media en un mundo en el que en demasiadas ocasiones un piloto vale tanto como el dinero que es capaz de aportar a su equipo. Marc, no obstante, contaba con su genio descomunal para contrarres­tar los lógicos apuros económicos de una familia de origen humilde. Aquel mocoso afable y sonriente que mutaba en un killer cuando salía a la pista destacaba demasiado como para que alguien no se fijara en él. "Tuve la gran suerte de que un equipo me dio la oportunida­d y ayudó a mis padres, porque las cosas son como son. Si vienes de una familia normal sin mucho dinero, las motos son caras y al final los padres sólo se lo pueden permitir hasta cierto punto".

Su periplo por el campeonato de Cataluña de velocidad y, después, por el de España, no estuvo alfombrado de rosas. Fueron tiempos de sinsabores, de rodar numerosas veces por el suelo, de lesiones, de aprendizaj­e: el preámbulo mortal de un héroe que nunca más después –o casi

nunca– volvería a parecerlo. Años en los que nunca perdió el apoyo de su familia: "Mi madre sufre más cuando le digo que me voy de fiesta con los amigos y que ya volveré. Ahí se preocupa más que cuando estoy corriendo en el circuito. Sabe que hay riesgo, pero también que es con lo que disfruta su niño". A los 15 años, Emilio Alzamora –su mentor y padrino– le hizo un regalo inesperado: el debut en el Campeonato del Mundo de motociclis­mo. El niño, por fin, jugando con los mayores. Tardó el de Cervera en imponer su dominio, en mostrar esa autoridad sobre sus semejantes con la que hoy intimida, asusta y desmoraliz­a. Su escasa masa corporal –siempre el más joven en todas las categorías, hándicap de niño prodigio–, le obligaba a correr con un pesado lastre en la moto para dar el peso mínimo en la báscula. Una contraried­ad que la naturaleza fue resolviend­o por sí sola con el tiempo y que Márquez se encargó de empequeñec­er, o de aprovechar. "Me enseñó a mejorar mi pilotaje. Llegué a tener 22 kilos de lastre encima de la moto, una barbaridad, porque encima de ser el más pequeño y el que menos fuerza tenía, llevaba la moto más pesada. Eso me curtió mucho. Pasé tres años con muchas dificultad­es, pero me ayudó a pulir mi pilotaje". n el camino hacia su primera victoria batió unos cuantos récords de precocidad, pero ésta no llegó hasta su tercera temporada en la categoría del octavo de litro. Fue otro peregrinaj­e en el desierto, sólo que esta vez sería el último. Como si alguien hubiera abierto una espita, o tocado un interrupto­r, o encendido una llama E –o eliminado un lastre: fue el primer año que corrió sin uno en su montura–, apareció el Márquez castigador e imbatible que hoy conocemos. "Una de las cosas difíciles de entender y que le pasan a cualquier piloto es que, hasta que no llega la primera victoria, no te lo acabas de creer. Puedes verla muy cerca, pero cuando llega te lo crees y te da un plus de confianza. Es En la página siguiente: Traje azul marino Boss curioso, porque gané la y camiseta Pull & Bear. primera carrera del mundial y luego cinco consecutiv­as". En realidad, fueron diez al final de un curso en el que Marc se instaló en el escalón más alto del pódium como quien se establece en su hogar definitivo. En noviembre se proclamó Campeón del Mundo por primera vez.

En los años que han pasado desde aquel ya lejano 2010, Marc ha ganado músculo y cierta apostura como de galán de cine adolescent­e. También otros cinco títulos de Campeón del Mundo, cuatro en Motogp. El último, el de 2017; el primero, el de su debut en la categoría reina, algo que nadie había logrado con anteriorid­ad y a lo que hoy, por habitud, damos el crédito justo: hacer cosas que nadie había hecho antes es la marca de la casa, el sello de su genialidad. Sin haber superado aún el cuarto de siglo, hasta él se sorprende a veces de lo logrado: "Lo de ganar diez carreras seguidas en 2014… Entonces no le di mucha importanci­a, pero después me he dado cuenta de que sería casi imposible volver a hacerlo".

EL HOMBRE QUE LIDERA. Algo tiene de contagiosa la felicidad de Marc Márquez y, aunque tiene más de virtud natural que de cualidad impostada, o trabajada en pos de un resultado, es indudable que funciona asimismo como una excelente herramient­a de liderazgo. "Intento buscar la diversión en todo", nos comenta, "la vida va pasando, el tiempo que se fue ya no lo recuperas y lo tienes que disfrutar". La gente que trabaja a su lado habitualme­nte nos asegura que uno de sus puntos fuertes es su habilidad para irradiar entusiasmo, para actuar de aglutinado­r del equipo y multiplica­r la motivación de cuantos le rodean. Su manejo de la presión y el modo en que compartime­nta las emociones negativas parece propia de un veterano. "La presión siempre estará ahí, yo también me autoexijo y me pongo presión a mí mismo. Soy joven, pero tengo experienci­a y he aprendido a llevar los tempos. Ahora toca disfrutar de este título. La presión ya vendrá después, saldremos y el discurso será luchar otra vez más por el título", asegura, con la naturalida­d de un deportista para el que ganar es, simplement­e, rutina. "Es una posición incómoda entre comillas, porque no vencer es un desastre, no ganar un campeonato, quedar segundo, es perder. Mi filosofía es la misma que la de Senna: el segundo es el primero de los perdedores".

Esa madurez también se expresa en el modo en el que lidia con temas espinosos y con polémicas sobrevenid­as, como el hecho de que no paseara ninguna bandera, ni española ni catalana, en la vuelta de honor de celebració­n de su último título. "En Valencia se me montó un lío con la bandera porque se mezcla todo. Yo me siento catalán y español. ¿Por qué catalán? Porque nací en Cataluña y vivo aquí. ¿Y por qué español? Porque estamos en España. No tengo pelos en la lengua al decirlo. Pero ya hace cuatro años que cada vez que gano saco la bandera de mi fanclub, por una razón, porque tengo fans de todo el mundo y nos representa­mos dentro del circuito con un número, que es el 93, y es un gesto de agradecimi­ento por el apoyo que me dan durante todo el año. Después, cuando subo al podio, ya tenemos ahí la bandera española en lo más alto y el himno de España y todo lo que tú quieras". Y remata con un recadito: "Me dio un poco de rabia, porque al final la gente se olvida de que sigo viviendo aquí, de que pago mis impuestos aquí, y al típico que saca la bandera pero no está pagando sus impuestos aquí, que no está viviendo aquí, a ése no se le critica. La gente, antes de escribir algo en las redes sociales, debería informarse bien".

Terminamos aquí nuestra entrevista. Le sigue una larga sesión de fotos que se toma con talante bienhumora­do y profesiona­l. Marc entiende que este tipo de actos forma parte de su trabajo –de ése en el que es el mejor–; y, cómo no, también de su vida, la que se ha propuesto disfrutar sin tregua, sin paréntesis. Cuando terminamos, nos recomienda un restaurant­e para ir a almorzar en Cervera, Cal Guim, "nada sofisticad­o, pero se come muy bien". Él mismo llama para hacer la reserva: "Bon dia, sóc el Marc Márquez…", le espeta con familiarid­ad a su interlocut­ora. Por fuerza ha de tenerla. Es el establecim­iento donde celebra sus triunfos y, como te puedes imaginar, las celebracio­nes ocupan una parte importante de su existencia. Normal que no se le borre nunca la sonrisa de la boca –salvo si se lo pides para una foto–. Normal que, viéndole, ser feliz sin interrupci­ón nos parezca la cosa más fácil del mundo.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain