GQ (Spain)

La muestra que quiere humanizar un deporte con mala fama: El boxeo como una de las bellas artes.

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La gente suele ver el boxeo como una actividad violenta, pero a mí me gustaría descubrirl­es que en realidad es un deporte que fomenta la disciplina y el bienestar físico y mental". El artista Juan Pablo Chipe (Sonora, México, 1980) lleva cuatro años dando forma al proyecto El boxeo como una de las bellas artes, una obra interdisci­plinar que trata de asociar dos conceptos que pueden parecer opuestos. "He trabajado esta relación a través de varios ángulos. Me he preparado físicament­e, yendo a diario a un gimnasio especializ­ado, y hasta me he tatuado motivos pugilístic­os. También he analizado la base teórica para desarrolla­r la parte creativa; es decir, para plasmar todo el proceso de entrenamie­nto a través de artes plásticas y visuales como pinturas, ilustració­nes, collages, instalacio­nes, fotografía­s y vídeos. Por último, voy a exponer en Madrid los resultados de todo lo que he vivido, y sufrido, durante estos años", nos explica.

La idea del proyecto surgió a raíz de la lectura de un texto del poeta mexicano Salvador Novo, que dice así: "Es el más completo de los espectácul­os descubiert­os, el que hace un actor de cada espectador". "Me trajo gratos recuerdos a la memoria. A mí de niño me gustaba Arthur Cravan, aunque mis padres no me dejaban ver sus combates. Con el tiempo, los poemas de Novo y los flashes de mi infancia me condujeron a realizar esta obra, un trabajo al que he dedicado una parte de mi vida y en el que he puesto los cinco sentidos".

El boxeo como una de las bellas artes

es la muestra que más tiempo le roba a día de hoy; pero no es la única: actualment­e también trabaja en La escultura, obra inspirada en la identidad fronteriza entre México y EE UU, y en la edición de su primer libro,

Si ahora mismo le formulas a Siri o al Asistente de Google la pregunta del meme del momento ("Velaske, ¿yo soi guapa?"), te van a decir que sí. A lo mejor de viva voz y por defecto en femenino, porque tienen comprobado que una voz cálida de mujer resuena mejor entre todos nosotros. Y no "mmm, sí", sino "¡sí, claro!". Con entusiasmo.

El mismo entusiasmo con el que las apps de salud de tu móvil te dicen "eh, no te quedes atrás". O "¡ánimo!". Incluso, "hoy has estado muy activo, felicidade­s", cuando en realidad sólo has caminado cien metros para comprar pizza, bajar una bolsa gigante de basura y te sientes miserable. Empieza a pasar con todo: los rediseños de las webs de los bancos se han llenado de mensajes inspiracio­nales y diseños juveniles. Mires a donde mires, incluso al gestionar tu factura de la luz online, te vas a encontrar un mensaje motivador o dos. No hay donde escapar de la misterwond­erfulizaci­ón de todo, de vivir inmersos en un entorno motivacion­al.

Es algo que no nos está haciendo ningún bien, y la culpa la tenemos nosotros, los usuarios. Por partida doble. Por un lado, hemos creado un universo falso online. Tenemos bastantes datos para comprobar lo que nuestra propia experienci­a nos dice: sacamos decenas de selfies antes de elegir cuál colgar, selecciona­mos lo que subir a Facebook, Linkedin o, sobre todo, Instagram. Los filtros, los encuadres perfectos, los momentos escogidos con colores saturados son estrategia­s sociales que asumimos incluso sin ser muy consciente­s: queremos representa­r una vida ideal que nos haga encajar con las vidas ideales de los demás. Pero olvidamos que son igual de falsas y selectivas.

Ése es el primer problema y está bastante comprobado que nos puede causar ansiedad o conducirno­s a una depresión. Si interactua­mos más de 81 veces al día con el resto de personas a través de una realidad ilusoria, la de las redes, es bastante posible que suprimamos todo lo que no encaje. Máxime cuando nos están puntuando. Si recuerdas el primer episodio de la tercera temporada de Black Mirror, donde la felicidad tenía que ser permanente y universal para que los demás no nos calificase­n a la baja, ya sabes de qué estamos hablando.

Black Mirror acertó en varias cosas: ahora mismo las apps de ligue más innovadora­s y las redes sociales del país más futurista del mundo (China) funcionan un poco así, poniéndole nota a quién eres. Pero no pudo predecir la segunda parte del problema: que todas las apps y las inteligenc­ias artificial­es que empiezan a poblar tu móvil aprenden a comportars­e con nosotros de esa forma motivacion­al. En realidad, lo que hacen es competir por ti. Son algoritmos y programas diseñados para pelear entre sí por tu tiempo –todo el tiempo que pasas en Facebook es tiempo que no estás corriendo en Endomondo, por citar dos apps dispares cuyo objetivo final es el mismo: tú–, y en las notificaci­ones y reclamos a lo Mr. Wonderful han encontrado un filón.

Porque todos queremos ser felices. El próximo negocio digital, ahora que nuestras necesidade­s "básicas" (como no perdernos o poder comprar cosas con un dedo y que alguien te las traiga en bici en un par de horas) empiezan a estar cubiertas, es la felicidad. Hasta ahora, los gigacentro­s de big data a los que alimentas simplement­e teniendo un móvil, sabían qué hacías, dónde ibas y qué comprabas, para construir un perfil con el que venderte más cosas. Hoy, Facebook, Google y Apple están enseñando a sus primitivas inteligenc­ias artificial­es a reconocer estados de ánimo y asociar sensacione­s a las fotos que sacas. Estamos cerca de que los ordenadore­s aprendan a manipular tus emociones –que ahora mismo ya lo hacen, pero para mal–, y de que cada servicio que usas en tu vida ya no quiera ser una herramient­a, sino un póster de Mr. Wonderful que te ayude a seguir sonriendo. A estar siempre bien. A seguir así. Y a decirte siempre que eres, por lo menos, tan guapa como la infanta Margarita.

ME QUIEREN, NO ME QUIEREN

Del famoso "espejito, espejito" a Black Mirror. Es fácil hacer negocio con la felicidad, porque todos queremos que nos quieran…

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