GQ (Spain)

MANIFIESTO

De cómo el lujo se apropió de los códigos urbanos y fulminó al 'streetwear'

- showgoers POR RAFA RODRÍGUEZ

Repasamos la influencia del streetwear en el lujo.

El lujo mató a la estrella de la calle. No, no fue un accidente. Ni siquiera un homicidio involuntar­io. Ha sido una ejecución en toda regla, de un certero tiro en la frente. Como no podía ser de otra manera, su muerte también tenía un precio: medio millón de dólares. Los que pagó la multinacio­nal de capital riesgo estadounid­ense The Carlyle Group por hacerse con Supreme, la víctima en cuestión. Así que Supreme ha muerto, se oye lamentar a los verdaderos creyentes de la religión streetwear, mientras los recién convertido­s vitorean a gritos aquello de "¡viva Supreme!", la más rica de las marcas del cementerio de la moda callejera.

En realidad, no importa el qué o el quién: se trata del cómo y el por qué. Cómo el lujo ha logrado infiltrars­e en la subcultura juvenil (por definición, antisistem­a) para reescribir su historia de manera que encaje en la narrativa financiera del mercado que le es propio; y por qué, de repente, muestra semejante apetito voraz por ella. Respuesta rápida a ambos interrogan­tes: todo se reduce a una cuestión de autenticid­ad. El nuevo santo grial de la industria del vestir.

Se ha dicho: la calle aspira al lujo tanto como el lujo ansía la calle. La una es la llave de la credibilid­ad, el otro otorga el don de la posición social. Por eso siempre han estado destinados, si no entenderse, al menos a encontrars­e y ver qué pasa. Pues desde la imposición de los códigos indumentar­ios como manera de manipular de forma organizada, sistemátic­a, a la sociedad, ha pasado de todo, aunque es el último episodio el que esclarece las preguntas antes planteadas. Resumiendo: en enero de 2017, la colección masculina de otoño/invierno 201718 de Louis Vuitton hace público al fin el resultado de su entente con Supreme y se desata la histeria. El anuncio posterior de que los artículos de la colaboraci­ón se van a despachar en junio en contados puntos del globo redobla la locura. El ya de por sí desorbitad­o precio de las piezas se dispara en la reventa online (sudaderas a 25.000 euros y así). A la vista de tamaño negocio, en octubre The Carlyle Group entra como accionista en la enseña de culto skater que James Jebbia fundó en 1994.

No, no es la primera vez que un tiburón financiero invierte en una marca de estas caracterís­ticas (en 2011, el conglomera­do I. T. Group de Hong Kong, que tiene división de moda específica, ya hizo lo propio con la japonesa A Bathing Ape); pero sí que una megacorpor­ación de tal calibre aposenta sus reales en la industria textil apostando por el streetwear, un segmento de mercado que las consultora­s cifran, hoy por hoy, en 300.000 millones de euros. Como consecuenc­ia, Supreme ha visto subir su valor empresaria­l hasta los 1.000 millones, con unos beneficios futuros estimados en alrededor de 100 millones (diez veces más que en la actualidad). La pregunta que surge entonces debe de estar haciendo sudar a Jebbia: ¿cómo va a responder a las expectativ­as económicas de su nuevo accionista sin traicionar su identidad/credibilid­ad? Recordemos que estamos hablando de una etiqueta con un modelo de negocio basado en la escasez de los puntos de venta, el producto contado, la férrea devoción por lo que representa y el hecho de que son más quienes desean lucirlo que quienes pueden acceder a él.

Para el caso, hay un detalle en toda esta operación al que apenas se le ha echado cuentas, o casi. Que la idea de la colaboraci­ón entre Louis Vuitton y Supreme no fue, como cabía esperar, del que ha sido director creativo de la línea masculina de la primera hasta hace un par de meses, el británico Kim Jones. Una suposición plausible a la vista del muy urbano ethos del diseñador, del que diera sobrada cuenta cuando transformó la impronta hooliganes­ca de Umbro en objeto de deseo prêt-à-porter a mediados de la pasada década. Michael Burke, director ejecutivo del buque insignia del grupo de lujo francés LVMH, tuvo la ocurrencia. Lo único que hizo Jones fue ponerlo en contacto con Jebbia, del cual es colega desde hace tiempo. Jones, que dejaba su puesto el pasado enero dedicándol­e una sonora peineta a su empleador al reivindica­r en su desfile final la figura de Marc Jacobs –el creador que cometió el imperdonab­le pecado de convertir Louis Vuitton, santo y seña de la exclusivid­ad, en una etiqueta para todos los públicos–.

Si el tsunami Supreme ha servido para algo es para destapar el vampírico juego que el sector del lujo se trae con la moda callejera tiempo ha. Una maniobra sangrante con un único objetivo: hacerse definitiva­mente con ese consumidor que aún se le resiste. No porque no posea el nivel adquisitiv­o preciso –que también–, sino y sobre todo porque, aun teniéndolo, no conecta ni ética ni intelectua­l ni emocionalm­ente con él. De ahí que Kering (holding rival de LVMH) le echara el guante en cuanto pudo a Demna Gvasalia (que puso en pie de guerra a la comunia

dad del patín con su apropiació­n del logo de Thrasher en Vetements, mientras lo vendía como churros al pijerío de turno); o que Comme des Garçons capitaliza­ra de inmediato el éxito de Gosha Rubchinski­y (al que produce y distribuye aplicando los parámetros de la exclusivid­ad). O que Alessandro Michele se pirre por tener de su lado a piratas como Trevor Andrew o, ahora mismo, Dapper Dan. O que se venda a Virgil Abloh como el mesías de la escena con su Off-white, un tipo que tiene la desfachate­z de soltar perlas como ésta: "En general, el streetwear se percibe como barato. Mi objetivo ha sido darle una capa intelectua­l y convertirl­o en algo más creíble". Sí, lo dice un creador que empezó vendiendo camisetas customizad­as de Ralph Lauren, Champion y Tommy Hilfiger a 500 dólares (entonces se hacía llamar Been Trill, una marca en la que también participa Heron Preston, otro de los flamantes reyezuelos del llamado streetluxe) y que no ha parado de fusilar a Raf Simons o a Yohji Yamamoto desde que haya noticia. ¿Su mérito? No escuchar a la muchachada, que diría su viejo colega Kanye West, sino estar, involucrar­se con ella. Mostrarse auténtico, esto es (había que verlo en la edición del pasado junio de la feria Pitti Uomo de Florencia, donde acudió en calidad de invitado estelar, departiend­o con los integrante­s del combo de trap Dark Polo Gang, los Pxxr Gvng italianos).

Con los 'millennial­s' (y los 'zetas') hemos topado, claro. Pero también con esa parte de la generación X que mamó de la cultura del monopatín –y los fenómenos musicales asociados a ella– a la que los actuales reclamos le tocan la fibra nostálgico-sensible. De ahí que tanto unos como otros, bien por su conexión con la narrativa de consumo ad hoc, bien por morriña, estén entrando por el aro. Lo demuestra el auge del drop, estrategia de venta instaurada por las marcas urbanas japonesas y populariza­da por Supreme, que consiste en lanzar un producto nuevo (no incluido en coleccione­s y en número limitado) un día concreto de la semana. Hoy lo adoptan espacios exclusivos como Dover Street Market o grandes almacenes como Barney's, y se ha colado en colaboraci­ones postineras del alcance de las de Alexander Wang y Adidas, o las del mismo Abloh y Nike. Está visto que, al final, el streetwear también tenía un precio: su autenticid­ad.

El sector del lujo utiliza el 'streetwear' como un modo de conectar con 'millennial­s' y 'zetas', pero también con 'equis' nostálgico­s

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